San Onofre puede entenderse como una figura auténticamente transreligiosa, pues se trató de una persona que dedicó su vida entera al desarrollo espiritual y a la contemplación divina, viviendo como un ermitaño estricto en mitad del crudo y terrible desierto egipcio con el fin de alcanzar un estado superior de conciencia; un estado de iluminación por mérito propio al que pocos tienen acceso.
San Onofre consagró su vida a prácticas mortuorias y ascéticas extremadamente disciplinadas, rechazando todo lujo y comodidad. De hecho, su estilo de vida nos recuerda indudablemente a los santos de religiones hindúes, budistas o jainas, quienes, más allá de su concepción espiritual, utilizaron su cuerpo como un vehículo para alcanzar un estado superior de conciencia, lo que repercute en el destino que adquieren tras la muerte (y de allí que efectivamente podamos catalogarlas como "personas santas" o "liberadas").
Y ese punto es muy importante.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha canonizado y también ha deslegitimado a distintas figuras religiosas según sus propias conveniencias históricas, políticas y doctrinales. Muchos santos católicos adquieren dicho título únicamente por reforzar determinados dogmas o por consolidar un gobierno o clero, sin haber tenido una vida verdaderamente espiritual. Sin embargo, existe un número de santos que vivieron experiencias místicas genuinas y que llevaron una vida en plena coherencia con los principios del ascetismo oriental: rechazo del mundo, disciplina extrema, silencio interior y desapego radical, rasgos que llevan a la iluminación y a la trascendencia.
De igual manera, con el paso de los siglos, esa santidad se ve reforzada tanto por los milagros que se les atribuyen como por los cultos espontáneos que surgen en torno a ellas. Y esto no es un dato menor: cuando millones de personas a lo largo de generaciones y culturas veneran a una misma figura, esa imagen adquiere fuerza, densidad simbólica y un poder real en la conciencia colectiva.
Y ambos factores: la realización espiritual y la energía sostenida de la devoción, confluyen claramente en la figura de San Onofre: un asceta que alcanzó la iluminación en vida y cuya intervención en el plano material continúa siendo confirmada, para sus devotos, casi dos mil años después de su muerte.
Otro punto importante y digno de mencionar, y que refuerza la figura genuina de este santo como entidad espiritual, es que San Onofre no escribió libros, no fue teólogo ni sacerdote, no predicó ni promulgó doctrina alguna. Fue, ante todo, un buscador de la verdad que se internó en el desierto y vivió fuera del sistema; fuera de maya (ilusión); fuera de la matrix; fuera de la caverna; fuera de la orden arcóntica, y eso tiene muchísimo peso al momento de hablar de "santidad", pues representa un desarrollo espiritual verdadero, y no a un hombre al servicio de religiones y gobiernos.
San Onofre es invocado como eliminador de obstáculos, como guía espiritual y ejemplo de renuncia y desprendimiento, como intermediario entre los planos divinos y terrenales, como sanador y auxiliador de problemas físicos y psicológicos, y como protector de pobres y marginados.
- La historia de San Onofre: Separando el mito de lo real
Como siempre, desde una postura rigurosamente objetiva, es necesario separar el mito de la realidad en torno a Onofre y de cualquier otra figura católica.
La Iglesia, especialmente en la Antigüedad y en la Edad Media, solía construir relatos extraordinarios y fantástico en torno a figuras religiosas con el fin de fortalecer la devoción popular, legitimar cultos locales y atraer nuevos fieles.
En ese proceso no fueron pocas las veces en que se añadieron episodios milagrosos o directamente inverificables, muchas veces sin fuentes contemporáneas ni respaldo histórico sólido. De hecho, existen santos cuya existencia histórica es dudosa o cuya biografía es una superposición de leyendas acumuladas con el paso de los siglos.
En el caso de San Onofre, la tradición hagiográfica (la biografía entregada por la Iglesia) presenta un relato cargado de elementos claramente míticos y ficticios. Según estas versiones, habría nacido príncipe, y al momento de su nacimiento un demonio lo habría señalado como hijo ilegítimo del rey. Su padre, dominado por la ira y el orgullo, ordenó arrojarlo a una hoguera, de la cual el niño habría salido ileso gracias a la protección divina. De modo que, en forma de agradecimiento a Dios, y en rechazo a la tiranía y riqueza material de su padre y el sistema que representaba, Onofre se habría dedicado a la vida asceta desde una muy temprana edad. También se habla de que el propio Satanás se le apareció para tentarlo con promesas de poder, dinero, mujeres y lujos, o a través de voces piadosas que le aconsejaban abandonar su vida terrenal, y de ángeles que bajaban del cielo para entregarle alimentos y guiarlo a lo largo de su búsqueda espiritual.
Más allá de esa narrativa legendaria, que es obviamente posterior a su muerte, lo que sí es consistente es que San Onofre habría sido un asceta egipcio que vivió entre los siglos IV y V, en un contexto en el que la renuncia radical y el anacoretismo se encontraban en pleno auge.
Este período estuvo marcado por el surgimiento y consolidación de los llamados Padres del Desierto, hombres que abandonaban tanto la sociedad e incluso a las comunidades monásticas organizadas para internarse en regiones inhóspitas, buscando una verdadera transformación y un genuino desarrollo espiritual a través del silencio, el ayuno, la meditación, la soledad absoluta, la contemplación y la mortificación del cuerpo.
Ellos no abogaban por la iglesia dogmática e institucionalizada, sino por experiencias religiosas en primera persona, renunciando a lujos y al sistema mundano. De hecho, San Onofre como casi todos los Padres del Desierto, no escribieron ni predicaron nada, no crearon órdenes monásticas ni sirvieron al Papado; eran buscadores libres que, para bien o para mal, vivieron en un entorno cristiano.
La fuente más confiable sobre la vida de San Onofre proviene de Pafnucio, un monje que se internó en el desierto con el fin de conocer a los grandes anacoretas y renunciantes.
Pafnucio relata que Onofre, al momento de conocerlo, era un anciano que llevaba más de sesenta años viviendo en el desierto. Su ropaje era escaso y precario, y de hecho, su cabello y barba eran tan largos que pareciera que se cubría con ellos. Onofre no tenía contacto con otros humanos, y se alimentaba de lo que le ofrecía la naturaleza (frutos, hierbas, agua, dátiles):
"Mientras estaba descansando fatigosamente, y pensando de cómo había luchado por llegar a donde estaba, vi a la distancia a un hombre terrible de contemplar. Estaba cubierto en todas partes por pelos como una bestia salvaje. Su pelo era tan espeso que ocultaba su cuerpo en casi su totalidad. Su única ropa era un taparrabo de hierbas y hojas. La visión de él me llenó de temor, ya sea por el miedo o el asombro, no estaba muy seguro. Nunca antes había puesto mis ojos en tal extraordinaria visión de una forma humana. No supe qué hacer, pero cuando valoré mi vida tomé refugio, y trepé apresuradamente hasta arriba de la cara de un despeñadero cercano. Temblando me escondí bajo algunas plantas frondosas y gruesas, respirando agitadamente. El hombre me vio sobre el despeñadero y me gritó con voz fuerte. 'Baje de la ladera, usted hombre de Dios. No tenga miedo. Soy sólo un débil hombre mortal como usted'."
Pafnucio destaca especialmente que Onofre no buscaba fama, discípulos ni reconocimiento, y que su vida estaba completamente orientada a la experiencia directa con lo divino.
De joven, narra Pafnucio, Onofre habría pertenecido a un monasterio del Alto Egipto, en donde moraban cientos de ellos. Con el tiempo, sería voluntariamente instigado a levantarse del monasterio para internarse en el desierto, escogiendo una cueva como nueva morada y en donde pasaría los próximos sesenta años.
Y el propio Pafnucio sería testigo de la muerte de Onofre; describiendo que murió tranquilamente, en calma y en una serenidad absoluta.
Con el tiempo, los textos monásticos orientales, como los de Pafnucio, serían traducidos al latín para comenzar a circular por Europa, y bajo este contexto la figura de Onofre, al igual que la de otros Padres del Desierto, comenzó a adquirir una relevancia particular entre el pueblo, ganándose el respeto y la admiración de los devotos, pues no se trataba de representantes de la Iglesia oficial ni tampoco eran defensores de su estructura de poder, sino que de místicos que eligieron conscientemente el camino de la renuncia, la pobreza voluntaria y el desapego absoluto; eran como el pueblo.
Precisamente por ello resultaban creíbles y cercanos: su autoridad no provenía de cargos, títulos o dogmas, sino de una vida transparente, precaria y en coherencia con la búsqueda espiritual.
Así, en la Edad Media, varios siglos después de su muerte, a Onofre se le comenzaron a atribuir milagros e intercesiones, y el pueblo ya lo percibía como un santo auténtico, lo que dio origen a cultos espontáneos en torno a su imagen.
Esto llevó a que la Iglesia lo reconociera como santo por culto inmemorial (canonizatio per viam cultus), es decir, un tipo de canonización que no se basa en un decreto formal ni en un proceso jurídico, sino en la aceptación oficial de una veneración antigua, continua y ampliamente extendida, practicada durante generaciones sin objeción doctrinal. En estos casos, la Iglesia no “crea” al santo, sino que legitima una santidad que ya existe en la devoción popular y en la tradición viva de los fieles, lo que, a criterio personal y como ya dije al principio, lo convierte en una figura transreligiosa... alguien que alcanzó la iluminación por mérito propio y que es capaz de interceder entre planos divinos y terrenales.
Así, la Iglesia le otorga también una memoria litúrgica, fijando su festividad el 12 de junio (día de su fallecimiento según Pafnucio), consolidando así una veneración que ya llevaba siglos viva en la práctica popular.
- Patronazgo y atributos
A San Onofre se le venera y ora tradicionalmente para pedir pureza interior, fortaleza espiritual y protección ante las energías negativas, pues su propia vida encarna una renuncia radical de las pasiones y tentaciones del mundo.
Su rol como renunciante y figura mortificante es un poderoso símbolo de un combate interno; difumina impulsos, miedos y debilidades.
Su invocación resulta especialmente eficaz para quienes sienten que están atrapados en hábitos que parecen imposibles de romper, como por ejemplo, el alcoholismo.
En muchas tradiciones populares, a San Onofre se le rinden tributos y se le elevan peticiones para que interceda en milagros o situaciones consideradas imposibles. Esta dimensión milagrosa nace de su profunda asociación con lo improbable y lo extremo: un hombre que logró sobrevivir durante décadas en el desierto, en total soledad, austeridad y oración, se convierte en un puente hacia la superación de lo insoportable, hacia aquello que puede volver la vida más llevadera cuando todo parece perdido. Por ello es que se le invoca con el fin de obtener cualquier favor, sea en ámbitos financieros, de salud, laborales, etc., y su culto casi milenario así lo atestigua.
La tradición también lo ha convertido en patrono de los tejedores. ¿La razón? San Onofre suele ser representado cubierto apenas por largos cabellos o por una especie de manto rudimentario, a veces descrito en textos devocionales como una “vestidura” formada por lo que la naturaleza le ofrecía. Esta imagen del cuerpo cubierto por fibras, pelos o telas toscas favoreció la lectura simbólica de San Onofre como alguien ligado al acto primario de cubrirse, es decir, a la necesidad básica que el tejido satisface. Para los gremios medievales, este tipo de asociaciones visuales era suficiente para establecer un vínculo patronal. En segundo lugar, existe un paralelismo simbólico muy potente entre el oficio del tejedor y la vida ascética del santo. Tejer implica paciencia, repetición, disciplina y constancia, virtudes que definen la vida de San Onofre en el desierto. El tejedor construye hilo a hilo una estructura coherente; el eremita, día a día, “teje” su vida espiritual a través del ayuno y la resistencia interna. Esta analogía moral fue ampliamente utilizada en la espiritualidad medieval, donde los oficios se entendían como reflejos de virtudes del alma.




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