Celso fue un importante filósofo greco-romano de la escuela neoplatónica, que vivió en el siglo II de nuestra era.
Celso fue criticado por las comunidades cristianas de su tiempo por oponerse precisamente al avance de esta religión, argumentando que los cristianos, al igual que los judíos, no solamente creen en historias robadas, sincretizadas y manipuladas, sino que también no tienen ninguna evidencia comprobable ni tangible que apoye sus dogmas. Este punto es muy importante ya que Celso tenía previo conocimiento de que importantes historias bíblicas, fueron tomadas de textos sagrados de origen babilonio, sumerio (caldeo), asirio y egipcio. A su vez, exhibió todas las contradicciones e incongruencias en la vida de Jesús, enumerando la alarmante cantidad de inverosimilitudes que rodean los evangelios y el nuevo testamento.
Celso también argumentó que los cristianos no tienen ninguna autoridad para imponer su religión, ni mucho menos para menospreciar a los dioses y creencias de otros pueblos. Esto es algo que típicamente ha caracterizado el comportamiento de los cristianos, quienes, según ellos; son los adoradores del "único dios verdadero", y que todos los demás dioses son "profanos", "paganos" o "demoníacos". Celso también aboga por la educación y el pensamiento racional y no la fe ciega, de la cual son partícipes los cristianos.
"El Discurso verdadero contra los cristianos" es una obra majestuosa, exquisítamente elaborada e increíblemente bien argumentada. Una joya del pensamiento libre y analítico.
Breves Palabras antes de comenzar:
"El Discurso verdadero contra los cristianos" ("Αληθής Λόγος"), se considera la primera crítica exhaustiva contra el cristianismo. En esta obra, escrita en el año 178 de nuestra era, vemos reflejado el trabajo y pensamiento analítico del filósofo greco-romano y neoplatónico; "Celso", quien argumenta que la doctrina cristiana es una combinación abominable de diferentes religiones antiguas, a su vez, también critica el comportamiento insolente de los cristianos contra los dioses y creencias de otras naciones. Otro punto que Celso sostiene firmemente, es el rechazo de la fe ciega en pos del pensamiento racional y filosófico, argumentando que los cristianos no tienen la voluntad ni la inteligencia de investigar sobre los orígenes y raíces de sus creencias, ni mucho menos responder a todas las incongruencias y contradicciones de la biblia, además, ve a Jesús de Nazareth como un hombre común y corriente cuyos supuestos milagros no lo diferencian de entre muchos héroes y dioses del pasado.
Celso buscó estar siempre bien informado sobre el cristianismo: leía los Evangelios, los libros del Antiguo Testamento y otras escrituras judeocristianas, además; buscaba tener contacto personal con cristianos y judíos. Y prueba de ello es lo que observamos a partir de este escrito, en donde fácilmente podemos notar que Celso poseía un gran dominio sobre temas cristianos y judíos, incluso, se dedicó también a realizar críticas sociales, morales, éticas y políticas, junto con contrarrestar la filosofía judeocristiana con la griega, basándose principalmente en los trabajos de Platón.
En conclusión:
- Desde el punto de vista religioso, Celso rechaza la afirmación cristiana (y judía) de ser la única religión verdadera.
- Celso se dedica a exhibir todas las contradicciones e incongruencias en la vida de Jesús, desnudando la enorme cantidad de inverosimilitudes que posee la religión judeocristiana, también hace uso de la mayeútica y de ingeniosos argumentos para desvelar el engaño bíblico.
- Celso niega rotúndamente el estado divino de Jesús de Nazaret, afirmando que se trató de un simple mortal. Además, se cuestiona hábilmente y de una manera muy impecable y sofisticada; todos los datos biográficos que los evangelios ofrecen sobre Jesús. Celso sostiene que la vida y obra de Jesús también fue adornada por cristianos inspirados en diversos "mitos paganos".
- Celso hace una extensa y bien argumentada critica a las principales historias bíblicas, y en general; a la teología cristiana. En cuestiones filosóficas rechaza cualquier superioridad moral del cristianismo sobre las religiones paganas, declarando que la moral cristiana no tiene originalidad real, además de presentarse de manera vulgar y estúpida por predicadores ignorantes.
- Finalmente, ve al cristianismo como una secta salvaje y rebelde que traería serios problemas para la convivencia de las sociedades, argumentado también que los cristianos se negaban a cumplir deberes cívicos.
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Y finalmente otra exhaustiva investigación sobre los verdaderos orígenes del cristianismo:
Sin más preambulos, comencemos:
El discurso verdadero contra los cristianos
Hay una raza nueva de hombres nacidos ayer, sin patria ni tradiciones, asociados entre si contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente cubiertos de infamia, pero autoglorificándose con la común execreción: son los cristianos. Mientras las sociedades autorizadas y organizaciones tradicionales se reúnen abiertamente y a la luz del día, ellos mantienen reuniones secretas e ilícitas para enseñar y practicar sus doctrinas. Se unen entre sí por un compromiso más sagrado que un juramento y así quedan confabulados para conspirar con más seguridad contra las leyes y así resistir más fácilmente a los peligros y a los suplicios que les amenazan. Su doctrina tiene un origen bárbaro. No es que pensemos imputárselo como una falta o un delito: los bárbaros, ciertamente, son capaces de inventar dogmas; pero la sabiduría bárbara vale poco en sí misma, si no la corrige, depura y ultima el logos o la razón griega, de la cual Roma se siente heredera. Los peligros que los cristianos afrontan por sus creencias supo Sócrates afrontarlos por las suyas con un coraje inabarcable y una serenidad maravillosa. Los preceptos de la moral de los cristianos, en lo que contienen de perfección, antes que ellos los enseñaron los filósofos, y especialmente los estoicos y los platónicos. Sus críticas a la idolatría, consistentes en sostener que estatuas marmóreas o broncíneas, hechas por hombres a veces despreciables, no son dioses, fueron antes incontables veces expuestas. Así escribe Heráclito: «Dirigir preces a imágenes, sin saber lo que son los dioses y los héroes, ¡vale tanto como hablar con las piedras!». El poder que parecen poseer los cristianos les viene de la invocación de nombres misteriosos y de la invocación a ciertos «dáimones» o espíritus (a los que algunos llaman demonios). Fue por magia por lo que su Maestro realizó todo lo que parece espantoso o de maravillar en sus acciones; en seguida tuvo gran cuidado en advertir a sus discípulos que se guardasen de los que, conociendo los mismos secretos, pudiesen realizar lo mismo, y que evitasen como él de participar de mágicos poderes propios de los dioses. ¡Ridicula e increpante contradicción! Si condena con razón a los que lo imitan, ¿cómo es que no se vuelve contra él tal condena? Y si no es impostor ni perverso por haber realizado tales prodigios, ¿cómo es que sus imitadores, por el hecho de realizar los mismos hechos, lo son más que él? En suma, la doctrina de los cristianos es una doctrina secreta: en conservarla ponen una constancia indomable y no seré yo quien censure su firmeza. Con creces merece la verdad que suframos y nos expongamos que alguien deba renegar de su fe, o fingir abjurar de ella, para hurtarse a los peligros que pudieran acontecerle y seguir viviendo entre los hombres. Los que tienen el alma pura son elevados por un impulso natural hacia la divinidad, con la cual tienen afinidad, y nada desean más que elevar siempre hacia ella sus pensamientos y sus palabras. Es preciso incluso que las creencias profesadas se fundamenten también en la razón. Los que creen sin examen todo lo que se les dice se parecen a esos infelices, presas de los charlatanes, que corren detrás de los metragirtos, los sacerdotes de Mitra, o de los sabacios y los devotos de Hécate o de otras divinidades semejantes, con las cabezas impregnadas de sus extravagancias y fraudes. Lo mismo acontece con los cristianos. Ninguno de ellos quiere ofrecer o escrutar las razones de las creencias adoptadas. Dicen generalmente: «No examinéis, creed solamente, vuestra fe os salvará»; e incluso añaden: «La sabiduría de esta vida es un mal, y la locura un bien». Si ellos estuvieran de acuerdo en responderme, y no en que ignore lo que dicen —porque en ese aspecto ya estoy enteramente informado-, todo iría bien, puesto que yo no les quiero particularmente mal. Pero se niegan y se esconden escudándose en su fórmula habitual: «No examinéis... etc.», pero es preciso al menos que me digan cuáles son en el fondo esas bellas doctrinas que traen al mundo y de dónde las han sacado. Las naciones más venerables por su antigüedad están de acuerdo entre sí en los dogmas fundamentales, es decir, en las opiniones más comunes. Egipcios, asiríos, caldeos, indios, odrisos, persas, samotracios y griegos tienen tradiciones poco más o menos semejantes. Es en esos pueblos donde se debe buscar la verdadera fuente de la sabiduría, que en seguida se esparció por todas partes en todas direcciones por mil senderos y riberas. Sus sabios, sus legisladores, Lino, Orfeo, Museo, Zoroastro y otros, son los más antiguos fundadores e intérpretes de estas tradiciones y ellos son los verdaderos patronos de la cultura toda. Nadie piensa en contar a los judíos entre los países de la civilización, ni en conceder a Moisés honras semejantes a las concedidas a los más antiguos sabios. Las historias que contó a sus compañeros son propias de su carácter y nos aclaran plenamente quién era él y quiénes eran ellos. Las alegorías mediante las cuales intentaron acomodar sus historias al buen sentido común son insostenibles: nos revelan que las plantearon con más complacencia y bondad que espíritu crítico. Su cosmogonía es de una puerilidad tal que sobrepasa todos los límites. El mundo es mucho más hermoso de lo que Moisés cree; y de las diversas revoluciones que trastocaron el mundo, tanto conflagraciones como diluvios, él sólo oyó hablar de uno de estos últimos, el de Deucalion (al que Moisés llama Noé), y cuyo recuerdo por ser más reciente hizo caer en olvido los diluvios precedentes*. Es por haberse instruido entre pueblos y naciones sabias y doctos personajes, de quienes tomó lo que estableció de aprovechable entre los suyos, por esa razón Moisés usurpó el título de «hombre divino», que los judíos le conceden. Éstos habían ya tomado de los egipcios la circuncisión. Los judíos, pastores de cabras y ovejas, comenzaron a seguir a Moisés, y se dejaron fascinar por imposturas dignas de campesinos, y hasta admitieron que existe un solo Dios, al que ellos llaman el Altísimo, Adonai, Celeste, Sabaoth, o cualquier otro nombre que les plazca; poco importa, por lo demás, la denominación que se conceda al dios supremo: Zeus le llaman los griegos, o cualquier otra, como los egipcios o los indios. Además, los judíos adoran a los ángeles y practican la magia, en la que Moisés fue el primero en darles ejemplo. Pero ya tocaremos estos asuntos, con más detención, en ulteriores páginas. Tal es el linaje de donde salieron los cristianos. La rusticidad de los judíos ignorantes los dejó caer en los sortilegios de Moisés. Y, en estos últimos tiempos, los cristianos encontraron entre los judíos un nuevo Moisés que los sedujo de una forma aún mayor. Él pasa entre ellos por hijo de Dios y es el autor de su nueva doctrina. Agrupó en torno suyo, sin selección, una multitud heterogénea de gentes simples, groseras y perdidas por sus costumbres, que constituyen la clientela habitual de los charlatanes y de los impostores, de modo que la gente que se entregó a esta doctrina nos permite ya apreciar qué crédito conviene darle. La equidad obliga, no obstante, a reconocer que hay entre ellos gente honesta, que no está completamente privada de luces ni escasa de ingenio para salir de las dificultades por medio de alegorías. Es a éstos a quienes este libro va dirigido propiamente, porque si son honestos, sinceros y esclarecidos, oirán la voz de la razón y de la verdad, como espero.
Cuestiona la divinidad de Jesús y niega rotúndamente de que sea hijo de dios:
Comenzaste por fabricar una filiación fabulosa, pretendiendo que debías tu nacimiento a una virgen. En realidad, eres originario de un lugarejo de Judea, hijo de una pobre campesina que vivía de su trabajo. Ésta, culpada de adulterio con un soldado llamado Pantero, fue rechazada por su marido, carpintero de profesión. Expulsada así y errando de acá para allá ignominiosamente, ella dio a luz en secreto. Más tarde, impelida por la miseria a emigrar, fuese a Egipto, allí alquiló sus brazos por un salario; mientras tanto tú aprendiste algunos de esos poderes mágicos de los que se ufanan los egipcios; volviste después a tu país, e, inflado por los efectos que sabías provocar, te proclamaste dios. ¿Sería acaso tu madre tan bella como para corresponder a un Dios, cuya naturaleza entre tanto no soporta que Él se rebaje a amar a simples mortales? ¿Querría un Dios disfrutar de sus caricias? Pero repugna a un Dios que Él haya amado a una mujer sin fortuna ni nacimiento regio como tu madre, porque nadie, ni siquiera sus vecinos, la conocían. Y cuando el carpintero, lleno de odio por ella, la expulsó, ni el poder divino ni el «Logos», hábil en persuadir, la pueden salvaguardar de una tal afrenta. Nada hay en esto que haga presentir el Reino de Dios. Es verdad que, cuando tuvo lugar tu bautismo por Juan en el Jordán, alegas que en ese momento preciso una sombra de pájaro descendió sobre ti desde lo alto de los aires y que una voz celeste te saludó con el nombre de Hijo de Dios. Mas ¿qué testimonio digno de crédito vio ese fantasma alado? ¿Quién oyó esa voz celeste que te saludaba con el nombre de Hijo de Dios; quién, sino tú sólo y, si debemos creerte, uno de los que fueron castigados contigo?
Un profeta, es verdad, dijo en otro tiempo en Jerusalén que un Hijo de Dios vendría para hacer justicia a los fieles y castigar a los malos. Pero ¿por qué habría de aplicarse a ti precisamente, con preferencia a miles de otros nacidos desde esa profecía, tal vaticinio? Numerosos son los fanáticos e impostores que se pretenden enviados de lo Alto en calidad de Hijo de Dios. Si, como pretendes, todo hombre que nace conforme a los designios de la Providencia es Hijo de Dios, ¿qué diferencia hay entre tú y los otros? Y muchos sin duda refutarán tus pretensiones y probarán que es a ellos mismos a quienes debe aplicarse tales profecías que incluiste a tu propia cuenta.
Cuentas que algunos caldeos, no pudiendo contenerse ante el anuncio de tu nacimiento, se pusieron en camino para venir a adorarte como Dios, cuando aún estabas en la cuna; cuentas que dieron la noticia a Herodes el Tetrarca, y que éste, temiendo que tú usurpases el trono cuando fueses mayor, hizo decapitar a todos los niños de la misma edad, para hacerte perecer infaliblemente. Pero si Herodes hizo eso movido por el temor de que más tarde ocupases su lugar, ¿por qué tú no remaste cuando llegaste a ser mayor? ¿Por qué te vieron entonces, a ti, Hijo de Dios, vagabundo de infelicidad, doblegado por el pavor, desamparado, recorriendo el pais con tus diez o doce acólitos reclutados entre la ralea del pueblo, entre publicanos y marineros sin heredad ni hacienda, y ganando precariamente la subsistencia? ¿Por qué fue preciso que te llevasen para Egipto? ¿Para salvarte del exterminio de la espada? Pero un Dios no puede temer a la muerte. Un ángel vino a propósito desde el cielo para ordenarte a ti y a tus padres la huida. El gran Dios que ya se había tomado la molestia por ti de enviar dos ángeles ¿no podía entonces proteger a su propio hijo en su propio país? Las viejas leyendas que narran el nacimiento divino de Perseo, de Anfión, de Eaco, de Minos, hoy ya nadie cree en ellas. Por lo menos dejan a salvo cierta verosimilitud, pues se atribuyen a esos personajes acciones verdaderamente grandes, admirables y útiles a los hombres. Pero tú ¿qué hiciste o dijiste hasta tal punto maravilloso? En el templo la insistencia de los judíos no pudo arrancarte una sola señal que pudiera manifestar que eras verdaderamente el Hijo de Dios. Se cuenta, es verdad, y exageran a propósito, muchos prodigios sorprendentes que operaste, curaciones milagrosas, multiplicación de los panes y otras cosas semejantes. Mas ésas son habilidades que realizan corrientemente los magos ambulantes sin que se piense por eso en mirarlos como Hijos de Dios. El cuerpo de un Dios no podría estar hecho como el tuyo; el cuerpo de un Dios no sería formado y procreado como el tuyo lo fue; el cuerpo de un Dios no se alimenta como te alimentaste; el cuerpo de un Dios no se sirve de una voz como la tuya, ni de los medios de persuasión que tú empleaste. ¿Acaso tu sangre, que corre por tus venas, se parece a la que corre por las venas de los dioses? ¿Qué Dios, qué Hijo de Dios, es aquel cuyo padre no puede salvarlo del más infame suplicio y que no puede él salvarse a sí mismo? Tu nacimiento, tus acciones, tu vida, no son las propias de un Dios, sino las de un hombre odiado por los dioses y las de un miserable gueto.
Crítica a los griegos y romanos que se unieron al cristianismo. Sandeces del dogma cristiano:
¿De dónde procede, oh compatriotas, que hayáis apostatado de la ley de nuestros padres, y que habiéndoos dejado ridiculamente explotar por ese impostor, nos hayáis dejado para adoptar otra ley y otro género de vida? Tres dias apenas habían pasado desde que castigamos a aquel que os conducía como un rebaño: ¡ese breve tiempo bastó para que abandonaseis la ley de vuestros antepasados! Y es nuestra religión la que sirve de fundamento a vuestras creencias: ¿cómo podéis rechazarlas ahora? Si, en efecto, alguien predijo que el Hijo de Dios debía nacer en el mundo, ése es uno de los nuestros, un profeta inspirado por nuestro Dios, Juan, que bautizó a vuestro Jesús, y Jesús mismo, nacido entre nosotros, era también de los nuestros, vivía según nuestra ley y practicaba nuestros ritos. Él sufrió entre nosotros la justa retribución de sus crímenes. Lo que os inculcó con jactancia sobre la resurrección, el juicio final, las recompensas reservadas a los malos, no pasan de ser hermosas fruslerías que corren por nuestros libros y que todos consideramos desde hace mucho tiempo ya caducas. Buen número de otros habrían podido aparecer tales como vuestro Jesús, si se hubiesen prestado a ser burlados. Los que creen en Cristo atribuyen a los judíos el crimen de no haber recibido a Jesús como a Dios. Pero ¿cómo nosotros, que habíamos enseñado a todos los hombres que Dios debía de enviar acá a la tierra al ministro de su justicia para castigar a los malos, cómo íbamos a ultrajarlo a su llegada? ¿Habría sido conveniente tratar con ignominia a aquel cuyo advenimiento habíamos predicho y deseado? ¿Con qué finalidad? ¿Para atraer sobre nosotros un torrente de cólera divina? Mas ¿cómo recibir como Dios a aquel que, entre otros agravios atribuidos, nada hizo de lo que había prometido? ¿Quién es el que acusado, juzgado, condenado al suplicio, vergonzosamente fue preso gracias a la traición de los mismos a los que llamaba sus discípulos? ¿Sería propio de un Dios dejarse atar y conducir como un criminal?
Mucho menos aún convenía a un Dios el ser abandonado, traicionado por sus próximos, que lo seguían como a un maestro y veían en él al Mesías, hijo y mensajero del gran Dios. Un buen general que manda miles de soldados jamás encuentra un traidor entre ellos; lo mismo sucede con un miserable jefe de salteadores que comanda a hombres perdidos, en cuanto éstos tienen su lucro conseguido; pero Jesús, traicionado por sus propios compañeros, no supo hacerse obedecer como un buen general; ni siquiera después de habérselos ganado -quiero decir a sus discípulos- no consiguió inspirarles la dedicación que un jefe de salteadores consigue de su cuadrilla. Sabemos cómo acabó él, la defección de los suyos, la condena, las sevicias, los ultrajes y los dolores del suplicio. Estos hechos ciertos, que no es posible disfrazar, y no conseguiréis sostener que tales provocaciones fueron apenas vana apariencia a los ojos de los impíos, y que en realidad él no sufrió. Confesáis ingenuamente que él en efecto sufrió. Mas la imaginación de sus discípulos encontró una hábil escapatoria: había previsto y predicho él mismo todo lo que le aconteció. ¡Qué bella justificación! Es como si, para probar que un hombre es justo, se demostrase que cometió injusticias; para probar que es irreprochable, se demostrase que vertió sangre; para probar que es inmortal, se certificase que murió, argumentando que él había previsto todo eso. Pero ¿qué dios, qué demonio, qué hombre de sentido común, sabiendo anticipadamente que tales males le amenazan, no los evitaría si tuviese medios, en vez de entregarse con cabeza humillada a los peligros que preveía?
Si Jesús predijo la traición de uno, la negación de otro, ¿cómo osaron el uno traicionar, el otro negar a aquel que sabían debían temer como a un Dios? Sin embargo, lo traicionan, lo reniegan sin la menor aprensión. Un hombre contra el que conspiran, si lo sabe, se anticipa a los conjurados, los hace por eso mismo cambiar de designio y se pone en guardia. Esos acontecimientos no ocurrieron pues, porque hubieran sido predichos. Es imposible que personas avisadas con antelación hubiesen persistido en traicionar o renegar. Mas Jesús, que predijo todas esas cosas, era Dios; era preciso pues, que todo lo que tenía él previsto y había profetizado ocurriera. ¡Un Dios habría inducido a sus propios discípulos, con los cuales repartía el pan y el vino, en ese abismo de impiedad y de perversión, él que había venido para bien de todos los hombres y, especialmente, más que a los demás, a aquellos con los que había tenido un banquete cotidiano! ¿Dónde se vio a alguien urdir traiciones a sus anfitriones? Pues ahora, en este caso, es el comensal de un Dios el que le tiende celadas; y, lo cual repugna aún más, el propio Dios tiende emboscadas a sus compañeros y los convierte en traidores e impíos. Si todo esto aconteció porque él lo quiso, si fue para obedecer a su padre y por ello soportó ser crucificado, es claro que ese accidente, afectando a un Dios que se le somete libremente, no puede causarle ni dolor ni tormento. ¿Por qué suelta entonces lamentos y gemidos y suplica que el tormento que le atemoriza le sea evitado?: «¡Oh, Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz!». La verdad es que todos estos pretendidos hechos no pasan de ser mitos, que vuestros maestros y vosotros mismos fabricasteis sin conseguir siquiera dar a vuestras mentiras la apariencia de verosimilitud, si bien es de pública notoriedad que muchos de entre vosotros, semejantes a ebrios que levantan la mano contra sí mismos, han modificado a su modo tres o cuatro veces, y aún más, el texto primitivo del Evangelio, a fin de refutar lo que así objetaban. En vano alegáis las profecías: hay una infinidad de otros personajes a los cuales ellas se podrían aplicar con más justo título. Es la venida de un gran monarca, señor de toda la tierra, de todas las naciones y de todos los ejércitos, lo que los profetas anunciaron, y no la de tal flagelo. Además, cuando se trata de Dios o del Hijo de Dios, no es con tales indicios, en equívocas exégesis, en tan pobres testimonios donde nuestra credibilidad podría refugiarse. Como el sol al iluminar el universo es testimonio de sí mismo, así debería ocurrir con el Hijo de Dios. En vano, con abuso de sutileza, identificasteis al Hijo de Dios con el Logos divino. De hecho, en lugar de ese puro y santo Logos, sólo nos presentáis a un individuo ignominiosamente conducido al suplicio, vejado. Nosotros también, nosotros os aprobaríamos, si fuese el Verbo de Dios lo que contemplaseis como su hijo: pero ¿cómo reconocerlo en ese charlatán y en ese gueto? La genealogía que le fabricasteis y que partiendo del primer hombre hace descender a Jesús de viejos reyes es una obra prima de orgullosa fantasía. La mujer del carpintero, si hubiese tenido semejantes antepasados, no lo habría sin duda ignorado. ¿Y qué hizo Jesús tan grande que pueda testimoniar la obra de un Dios? ¿Acaso lo vieron, menospreciando a los adversarios, divertirse con los acontecimientos de acá abajo? ¿Dijo acaso como el personaje de la tragedia: «El propio Dios me librará, cuando yo quiera»? Sabéis que quien lo condenó no fue castigado como Penteo, que fue acometido de locura y deshecho en pedazos. Y si antes le fue impedido, ¿por qué tarda en hacer brillar su naturaleza divina? ¿Por qué no se lava, en fin, de la ignominia de su muerte? ¿Por qué no venga las afrentas de quienes le ultrajaron a él y a su padre? Y ¿la sangre que salió de su herida era semejante a la que corre por las venas de los dioses? ¿El ardor de la sed, que cualquiera puede soportar, fue tal en él, que bebió la espesa hiel y vinagre? Nos atribuís el crimen, raza crédula, de no haberlo recibido como Dios, de no admitir que él sufrió para el bien de los hombres, a fin de que aprendiésemos también nosotros a menospreciar los suplicios, pero la realidad es que, después de haber vivido sin haber podido persuadir a nadie, ni siquiera a sus propios discípulos, fue ejecutado y sufrió lo que ya se sabe. Él no supo ni preservarse del mal, ni vivir exento de mácula. No llegaréis al punto de pretender que, no habiendo podido conquistar a nadie acá en la tierra, se fue para el Hades a seducir a los muertos que allí habitan. Si pensáis que basta alegar, para vuestra justificación, absurdas razones, os engañaríais ridiculamente; ¿qué es lo que impide considerar a todos los que fueron condenados y abandonaron la vida de una manera aún más desdichada, como los mayores y los más divinos enviados? De un ladrón y de un asesino supliciados se podría decir con evidente igual descaro: «No fue un criminal, sino un Dios, porque predijo a sus cómplices que soportaría lo que padeció». En el discurrir de su vida acá en la tierra, todo lo que pudo hacer fue atraerse hacia sí a una docena de marineros y publicanos, y aun así no consiguió conciliarlos a todos. Pero éstos, que vivían familiarmente con él, que oían su voz, que lo tenían por maestro, cuando lo vieron torturado y muriéndose, no quisieron ni morir con él, ni morir por él; olvidaron el desprecio por los suplicios; es más, negaron que eran discípulos suyos. Sois vosotros hoy los que queréis morir con él. Mas ¿no será el colmo del absurdo: viviendo él no puede convencer a nadie; muerto, le basta querer para convertir a multitudes? ¿Qué razones os autorizaban a creer que él era Hijo de Dios? Y-decís: -Porque él sufrió el suplicio para destruir la fuente del pecado. -Pero ¿no hay millares de otros que fueron ejecutados, y no con menos ignominia? -Es que él curó cojos y ciegos, y además, resucitó muertos. -¡Oh luz y verdad! De su propia boca, según vuestros propios labios, ¿no os anunció él que otros se os presentarían, usando los mismos poderes, y que no pasarían de malos e impostores; y no habla él de un cierto Satanás, que le imitará los prodigios? ¿No es dar a entender que esos prodigios no tienen nada de divino, sino que son fruto de prácticas impuras? Proyectando sobre los otros la luz de la verdad, él se confundió a la vez a sí mismo. ¡Qué pobreza deducir de unos mismos actos que éste es un Dios y aquéllos unos charlatanes! ¿Por qué entonces, a propósito de unos mismos hechos y siguiendo su propia confesión, acusar de perversidad a otros y no a él? Atengámonos a su testimonio: él reconoció que los prodigios no son la marca de una virtud divina, sino el indicio manifiesto de la impostura y la perversidad. ¿Qué razón, a fin de cuentas, os persuade a creer en él? ¿Es porque predijo que después de muerto resucitaría? Pues bien, sea, admitamos que hubiera dicho eso. ¡Cuántos otros esparcen también maravillosas fanfarronadas para abusar y explotar la credulidad popular! Zamolxis de Citia, esclavo de Pitágoras, hizo otro tanto, según se dice, y el propio Pitágoras en Italia; y Rampsonit de Egipto, de quien se cuenta que jugó a los dados en el Hades con Deméter y que volvió a la tierra con un velo que la diosa le había dado. Y Orfeo entre los odrisos, y Protesilao en Tesalia, y Hércules, y Teseo en Tenares. Convendría previamente examinar si alguna vez alguien, realmente muerto, resucitó con el mismo cuerpo. ¿Por qué tratan las aventuras de los demás como fábulas sin verosimilitud, como si el desenlace de vuestra tragedia tuviese un buen mejor aspecto y fuese más creíble que el grito que vuestro Jesús soltó al expirar, o el temblor de tierra y las tinieblas? En vida, nada puede hacer por sí mismo; muerto, decís, resucitó y mostró los estigmas de su suplicio, las heridas de sus manos. Pero ¿quién vio todo eso? Una mujer en éxtasis, según vosotros mismos reconocéis y algún otro hechizado por el mismo estilo, siguiendo los simulacros de lo que había soñado o lo que le sugería su espíritu perturbado; o bien porque su imaginación iluminada había dado cuerpo a sus deseos, como acontece tantas veces; o bien porque había preferido impresionar el espíritu de los hombres con una narración tan maravillosa, y por el precio de tal impostura, suministrar materia a sus cofrades de charlatanerismo y filibustería. En su tumba se presentan dos ángeles, según unos, un ángel, según otros, para comunicar que él resucitó; porque el Hijo de Dios, según parece, no tenía fuerza para abrir él solo su tumba; tenía necesidad de que alguien viniese a remover la losa... Si Jesús quería hacer resplandecer realmente su cualidad de Dios, era preciso que se mostrase a sus enemigos, al juez que lo había condenado, a toda la gente. Porque, dado que había pasado por la muerte, y además era Dios, como vosotros pretendéis, nada tenía que temer de nadie; y sólo aparentemente había sido enviado para esconder su propia identidad. En caso de necesidad, para exponer su divinidad en plena luz, habría debido desaparecer súbitamente de la cima de la cruz. ¿Qué mensajero es el que se vio escondiéndose, en vez de exponer el objeto de su misión? ¿Sería porque abrigaba dudas de que él hubiera venido acá abajo en carne y hueso, a la vez que estaba persuadido de su resurrección, y así, cuando está vivo él se prodiga y se deja ver por doquier; pero una vez muerto, ¿sólo se deja ver por una mujercita y algunos comparsas? Su suplicio tuvo innumerables testimonios; su resurrección apenas tuvo una. Es justamente lo contrario lo que tendría que haber sucedido. Si quería permanecer ignorado, ¿por qué una voz divina proclama en alto que él es el Hijo de Dios? Si quería ser conocido, ¿por qué se dejó arrastrar al suplicio y por qué murió? Si quería con su ejemplo enseñar a todos los hombres a despreciar la muerte, ¿por qué ocultó su resurrección al mayor número de hombres? ¿Por qué no reunió multitudes en derredor de sí, después de su resurrección, como hizo antes de morir, y así exponer públicamente con qué fin había venido a la tierra? ¡Oh Altísimo! ¡Oh Dios del Cielo! ¡Qué Dios, al presentarse a los hombres, los deja incrédulos, sobre todo cuando aparece en medio de aquellos que suspiran por él! ¿Cómo no habría de ser reconocido por aquellos que lo esperan desde hace mucho? ¡Y qué decir de su carácter irritable! ¡Tan pronto las imprecaciones como las amenazas! ¿Qué decir de sus «¡ay de vosotros!» y de sus «yo os anuncio...». Al usar tales frases confiesa claramente que es impotente para persuadir; y esos medios no convienen nada a un Dios, ni siquiera a un hombre de sentido común. Y todo esto lo sacamos de vuestras propias escrituras: no tuvimos que acudir a otros testimonios contra vosotros. Os bastáis vosotros para refutaros a vosotros mismos. Sí, con certeza, tenemos esperanza de que resucitaremos un día corporalmente y gozaremos de inmortalidad, y que el Mesías que esperamos será el modelo y el iniciador de esta vida nueva, y manifestará que nada es imposible a Dios. Pero ¿dónde está él a fin de que lo veamos y lo reconozcamos? ¿Si era aquel que nos propusisteis, no habría descendido a la tierra sino para hacer incrédulos? No, fue solamente un hombre. La experiencia nos obliga a verlo así y la razón nos convence de ello.
Faltas de respeto contra otras deidades. Contrastes y contradicciones entre las sociedades cristianas:
Nada hay en el mundo tan ridículo como la disputa entre los cristianos y los judíos en torno a Jesús, y su controversia recuerda oportunamente el proverbio: «Querellarse a causa de la sombra de un burro». Nada tiene fundamento en este debate, donde las dos partes concuerdan en unos profetas inspirados por un espíritu divino y en que dichos profetas predijeron la venida de un Salvador del género humano; pero no se ponen de acuerdo en si dicho personaje anunciado vino efectivamente o no. Así como los judíos son egipcios de origen, que dejaron su país a continuación de una insurrección contra el Estado egipcio y por el desprecio que habían concebido de la religión nacional, el mismo tratamiento que habían infligido a los egipcios lo sufrieron después de aquellos que siguieron a Jesús y tuvieron fe en él como en el Cristo. En uno y otro caso, la razón del cisma fue el espíritu de sedición contra el Estado. Eso hizo que unos egipcios se separasen de la madre patria para tornarse judíos, y que en el tiempo de Jesús otros judíos se separasen de la comunidad judaica para comenzar a seguir a Jesús. Ese espíritu de facción es tal aun hoy entre los cristianos, que, si todos los hombres quisieran tornarse cristianos, éstos no lo tolerarían. Originariamente, cuando no pasaban de un pequeño número, estaban todos animados por los mismos sentimientos; después que se tornaron multitud, dividiéronse en sectas y cada una de ellas pretende formar un grupo aparte, como ellos hicieron primitivamente. Se aíslan de nuevo de la gran mayoría, se anatematizan los unos a los otros, teniendo sólo en común propiamente el nombre de cristianos, por el que todos luchan. Ésta es la única cosa que tendrían vergüenza en abandonar; porque en lo demás, unos profesan unas cosas y otros otras. Lo que hay de notable en su sociedad es que se les puede culpar de no haberla fundado en ningún principio serio, a menos que veamos como tal al espíritu de partido, a fuerza que de ahí se pueda derivar el temor de los demás, porque ése es el fundamento de su comunidad. Enseñanzas esotéricas acaban por cimentarla, formados no se sabe por qué malos cuentos fabricados con viejas leyendas de las que llenan primero la imaginación de sus adeptos, lo mismo que aturden con barullo de tambores a los que se inician en los misterios de los coribantes. Ciertamente, no faltan en sus misterios bellos ritos exteriores: mas sucede como en los templos egipcios. Desde que nos aproximamos, vemos patios y bosques sagrados magníficos, amplios y hermosos vestíbulos, templos admirables con imponentes peristilos; mas si penetramos en el fondo del santuario, vemos que lo que se adora no pasa de ser un gato, un mono, un cocodrilo, un macho cabrío, o un can. Incluso, para los iniciados, hay en eso algo que no es ni vil ni frívolo. Esos símbolos, en efecto, no merecen el desprecio, porque son en el fondo un homenaje prestado, no a animales perecederos, como cree el vulgo, sino a ideas eternas. Los cristianos que se burlan del culto egipcio son unos ingenuos porque lo que enseñan acerca de Jesús nada tiene de más sublime que los chivos, los cocodrilos, o los canes de los templos egipcios. Igualmente y sin razón, se burlan de Cástor y de Pólux, de Hércules, de Dionisos y de Esculapio, sin admitir aceptarlos como dioses, porque, por muchos y muy brillantes servicios que hayan podido prestar a la humanidad, fueron primitivamente simples mortales; en cuanto que, por lo que respecta a Jesús, pretenden que después de su muerte se apareció en persona a sus compañeros; en persona -debiera entenderse su simulacro o imagen, la pálida sombra de los muertos de que habla Homero-, y pretenden, por eso, reconocerlo como Dios. Tales apariciones postumas son moneda corriente en todas las literaturas. Aristeo de Proconesia, después de haber milagrosamente desaparecido, se dejó en seguida ver en varios lugares y según diversos testimonios. El propio Apolo había recomendado a los habitantes del Metaponto que lo pusieran entre el número de los dioses; todavía nadie lo toma hoy por tal. Igualmente nadie considera hoy como un dios al hiperbóreo Abaris, que poseía incluso el poder prodigioso de transportarse de un lugar a otro con la rapidez de una flecha. Tampoco nadie considera como dios a Hermitomo el de Clazomene, de quien, entre otros rasgos sorprendentes, se cuenta que su alma, escapándose del cuerpo al que daba vida, erraba de acá para allá sola y libre. Ni consideran dios a Cleómenes el de Astipaleia quien, encerrado en una caja tapada y claveteada, no fue encontrado en ella: los que partieron la caja verificaron que se había volatilizado por efecto de algún poder maravilloso. Y se podrían citar muchas otras historias de este género. Prestando culto a su supliciado, los cristianos, en tal caso, no hacen más que los getas con Zamobds, los cilicios con Mopso, los acarnanios con Anfíloco, los tebanos con Anficraos, los de Lebadia con Trofonio. De la misma manera, los egipcios elevaron altares a Antinoo y le prestan honras religiosas, sin pensar, por eso en ponerlo al mismo nivel que a Zeus o a Apolo. ¡Tal es la virtud de la fe que se apega al primer objeto que se presenta! Fue la fe ciega de la que están poseídos la que creó esa imagen de Jesús. De un ser que tuvo un cuerpo mortal hacen un Dios y piensan que así obran con piedad. Su carne todavía era más corruptible que el oro, la plata o las piedras: estaba hecha del más impuro lodo. ¿Dirán acaso que despojándose de esa corrupción él se tomó Dios? Y ¿por qué no habríamos de decir lo mismo antes de Esculapio, de Dionisos o de Hércules? Ríense de los que adoran a Zeus, con el pretexto de que en Creta se muestra su sepultura, sin saber cuáles son las razones y cuáles las circunstancias que impelieron a los cretenses a declararlo dios, pero ellos, a su vez, adoran a un hombre que fue sepultado en su tumba. He aquí algunas de sus máximas: «Lejos de aquí todo el que poseyera alguna cultura, alguna sabiduría, o algún discernimiento; son más recomendables nuestros ojos: pero si alguno fuera ignorante, simple, inculto, pobre de espíritu, que venga a nosotros con valentía». Al reconocer que tales hombres son dignos de su Dios, muestran bien claramente que no quieren ni saben conquistar sino a los necios, a las almas viles y sin apoyos, a los esclavos, a las pobres mujeres y a los niños. ¿Qué mal hay, pues, en ser un espíritu culto, en amar los conocimientos bellos, en ser sabio y en ser tenido por tal? ¿Será eso un obstáculo al conocimiento de Dios? ¿No serán otras tantas ayudas para alcanzar la verdad? ¿Qué hacen los charlatanes y los saltimbanquis? ¿Acaso se dirigen a los hombres sensatos para inculcarles sus tosquedades? No, pero si atisban en alguna parte un grupo de niños, de mozos de flete o de gente grosera, es allí donde implantan sus reales, estacionan sus industrias y se hacen admirar. Sucede lo mismo en el seno de las familias. Yense cardadores de lana, zapateros, rentistas, personas de la mayor ignorancia y desprovistas de toda educación, que en presencia de sus maestros, hombres con experiencia y adoctrinados, se guardan de abrir la boca; mas se sorprenden a la vez, en particular los niños o las mujeres que no tienen gran entendimiento, y se ponen a hacerles creer maravillas. Solamente es en ellos en quien deben tener confianza; padres, preceptores, son locos que ignoran el verdadero bien y son incapaces de enseñarlo. Sólo ellos saben cómo se debe vivir; los niños se sentirán bien si los siguen, y, gracias a ellos, la felicidad visitará a toda la familia. Si, mientras peroran, se suma algún curioso, un preceptor o el propio padre, los más tímidos se callan: los desvergonzados no dejan de excitar a los niños a sacudir el yugo, insinuando con sordina que nada quieren enseñarles delante de sus padres o preceptores para no exponerse a la brutalidad de esa gente corrompida que los mandaría castigar. Los que aprecian la verdad, que dejen padres y preceptores, y vengan con las mujeres y los niños al gineceo, o a la tienda del zapatero, para así aprender la vida perfecta. Así es como se las arreglan para captar adeptos. No exagero, y en mis acusaciones en nada sobrepaso la verdad. ¿Queréis una prueba? En los otros misterios, en los ritos de iniciación, se oye proclamar solemnemente: «Que se aproximen sólo los que tienen las manos puras y la lengua prudente», o incluso: «Venid, vosotros, que estáis libres de crímenes, vosotros cuya conciencia ningún remordimiento oprime, vosotros que vivisteis bien y justamente». Es así como se expresan los convocantes de ceremonias lustrales. Escuchemos ahora a qué canalla convocan los cristianos a sus ceremonias y misterios: «Quien fuera pecador, quien no tuviera inteligencia, quien sea flaco de espíritu, en una palabra, quien sea miserable, que se aproxime, el Reino de Dios le pertenece». Ahora bien, al decir «un pecador», ¿qué se debe entender, sino un hombre injusto, o salteador, o derrumbador de puertas, o envenenador, o sacrilego, o violador de tumbas? Además de éstos, ¿qué otros pensará un jefe de ladrones reclutar para su tropa? Responderéis que Dios fue enviado para los pecadores. ¿Por qué no fue enviado también para los que no pecan? ¿Qué mal hay en estar exento de pecado? Que el injusto, decís, se humille en el sentimiento de su miseria y Dios le escogerá. Pero ¿qué? Si el justo, confinado en su virtud, levantase sus ojos hacia Dios, ¿acaso sería rechazado? Los magistrados conscientes no permiten que los acusados se alarguen en lamentaciones, por miedo a ver sacrificada la justicia en aras a la piedad. ¿Dios, en sus juicios, sería menos accesible a la justicia que a la lisonja? Ellos aseguran, y no sin justicia, que ningún mortal está exento de pecado. ¿Dónde está en efecto el hombre perfectamente justo e irreprochable? Todos son por naturaleza propensos al mal. Sería preciso apelar indistintamente a todos los hombres, visto que todos son pecadores. ¿Por qué esa primacía concedida a los pecadores? ¿Por qué son ellos particularmente designados para la selección divina, antes que los demás? ¿Por qué esa primacía concedida a los menos dignos? ¿No será injuriar a Dios y a la verdad hacer así la aceptación de tales gentes? Sin duda atribuyen tal selección a Dios en la esperanza de atraer más fácilmente la clientela de los malos y porque no pueden conquistar a otros que no se dejen amañar. ¿Se diría que con esa indulgencia intentan mejorar a los malos? ¡Qué ilusión! A quienes el hábito fijó y endureció en la propensión al mal no suelen enmendarse ni por la fuerza ni por la dulzura. Nada más difícil que cambiar radicalmente la naturaleza. Es a los que no pecan a quienes corresponde una vida más feliz. En vano pretenden ellos salirse de las dificultades, afirmando que Dios todo lo puede: Dios no puede querer nada que sea injusto. Ahora bien, ¿no cometería Dios una suma injusticia si se mostrase complaciente para con los malos, que conocen el arte de apiadarlo, y desamparase a los buenos, que ignoran esa astucia? Escuchad a sus doctores: «Los sabios -dicen- repudian nuestras enseñanzas, absorbidos e impedidos como están por su propia sabiduría». ¿Qué hombre en sano juicio puede dejarse captar por doctrina tan ridicula? Basta contemplar la multitud que la abraza para despreciarla. Los maestros de los cristianos ni buscan ni encuentran discípulos, sino entre hombres sin inteligencia y de espíritu obtuso. En esto se asemejan bastante a los sabios empíricos que prometen restituir la salud a un enfermo a condición de no llamar a los verdaderos médicos por miedo a que éstos revelen su ignorancia. Se esfuerzan por desacreditar a la ciencia: «Se dejan agitar -dicen-; sólo yo los salvaré; los médicos vulgares matan a los que se vanaglorian de curar». ¿No se diría que están ebrios quienes entre sí acusan a las personas sobrias de estar ebrias, o miopes a quienes quisieran persuadir a otros miopes que quienes ven en realidad no ven nada? Fácil sería alargarnos en este punto. Pero por ahora pongámonos un límite. Baste decir que ellos se yerguen contra Dios y lo injurian cuando, para conquistar a los malos, los engañan con locas esperanzas, predicando a los hombres el desprecio por unos bienes que valen más que todas sus promesas y exhortándolos a abandonar aquellos bienes para ser felices.
Objeciones contra la encarnación de Jesús, el antropomorfismo y la pretensión judía de ser el pueblo elegido:
Entre cristianos y judíos están los que declaran que un Dios o un Hijo de Dios descenderá a la tierra para justificar a los hombres, otros que él ya vino: idea tan pueril que en verdad no necesita de un largo discurso para ser refutada. ¿Con qué designio iba a descender Dios acá abajo? ¿Sería para saber lo que pasa entre los hombres? ¿Pero no es él omnisciente? ¿O será que sabiéndolo todo, su divino poder está hasta tal punto limitado, que nada puede corregir si no viniese en persona o si no enviara expresamente un mandatario al mundo? Si se entiende que él debe descender en persona a la tierra, ¿le será entonces preciso abandonar la sede desde donde gobierna? Ahora bien, si se produjera la más ligera mudanza, todo el universo se trastocaría. O viendo tal vez que los hombres lo desconocían y considerando que por eso algo le faltaba, ¿Él habría tomado sumo interés en manifestárseles y experimentar por sí mismo y poner a prueba a los fieles y a los incrédulos? Eso sería atribuirle una vanidad muy humana, comparable a la de esos nuevos ricos empeñados en hacer ostentación de su riqueza, recientemente adquirida. Dios no necesita para su contento personal del hecho de ser conocido por nosotros. ¿Sería para nuestra salvación por lo que él quiso revelarse, a fin de salvar a los que, habiéndole reconocido, serán considerados virtuosos, y castigar a los que, habiéndole rechazado, manifestaran de este modo su malicia? Pero ¿qué? ¿Vamos a pensar que, después de tantos siglos, Dios se haya preocupado de justificar a los hombres, de los que antes no se había preocupado? Es tener de Dios una idea bien poco concorde con la sabiduría y con la verdadera piedad. El fin del mundo, el juicio final y la «parüsia» son invenciones del mismo jaez: es un vano espantajo destinado a aterrorizar a las almas flacas, como los espectros y los fantasmas que hacen aparecer en los misterios de Dionisos para impresionar las imaginaciones. Todo eso se fundamenta, en viejas historias mal digeridas. Ellos oyeron decir que después de un ciclo de varios siglos, en el retorno de ciertas conjunciones de astros, se producen conflagraciones y diluvios. Ahora bien, como el último cataclismo que tuvo lugar en tiempos de Deucalión fue un diluvio, debiendo el orden del universo traer una conflagración, se basan en esto, sin otras razones, para sostener que Dios debe descender acá abajo armado de fuego para aplicar el juicio final. Tomemos las cosas desde una perspectiva más elevada y razonemos un poco. No quiero alegar ninguna novedad; me apegaré a las ideas desde hace mucho tiempo consagradas. Dios es bueno, hermoso, feliz; es el supremo bien y la belleza perfecta. Si él desciende al mundo, sufrirá necesariamente un cambio: a su bondad le desagrada la maldad, a su belleza la fealdad, a su felicidad la miseria, a su perfección la infinidad de defectos. ¿Quién aspirará, pues, a tal cambio? Un cambio y una alteración de ésas son compatibles sin duda con la mortal naturaleza; mas la esencia inmortal permanece necesariamente idéntica a sí misma e inmutable. Por lo tanto, un cambio tal no podría convenir a un Dios. Una de las dos cosas: o Dios se modifica verdaderamente y efectivamente, como ellos dicen, en un cuerpo mortal: o bien, como acabamos de expresar, eso le es imposible; o entonces, sin cambiar efectivamente de naturaleza, lo hace de modo que parezca transformado a aquellos que lo ven, y entonces Él engaña o bien Él miente. Pero el embuste y la mentira son siempre dignos de censura, a menos que se recurra a ellos como remedio para aliviar a amigos enfermos o con el espíritu desarreglado, o bien como un medio para desembarazarnos de nuestros enemigos. Pero Dios no tiene como amigos a personas enfermas y de espíritu desarreglado; y por otra parte, Él no tiene a nadie a punto de ser coaccionado a usar el embuste en caso de peligro. Judíos y cristianos esfuérzanse en justificar la Redención cada uno según su propio punto de vista. «El mundo -dicen los primeros-, por estar lleno de crímenes, es preciso que Dios envíe a alguien para castigar a los malos y limpiar todas sus máculas como ocurrió otrora cuando el diluvio y la destrucción de la torre de Babel.» Ahora bien, es evidente, que en su historia de la torre de Babel y de la confusión de las lenguas, Moisés no hizo más que copiar, modificándola, la leyenda de los aloídas, de la misma manera que la historia de Sodoma y Gomorra fue sacada del mito de Faetón. Los cristianos responden con otros considerandos: «Fue por causa de los pecados de los judíos, por lo que el Hijo de Dios fue enviado a la tierra, y éstos, habiéndole hecho perecer y beber hiel, desencadenaron sobre sí la cólera divina» ¿Qué cosa habrá más ridicula que semejante debate? Judíos y cristianos me parecen una bandada de murciélagos o de hormigas saliendo de su agujero, ranas reunidas en torno a su charco, o gusanos en medió de un lodazal y disputándose entre sí cuáles serán los mayores pecadores. Parece oír a esos animalitos decirse entre sí: «Es a nosotros a quien Dios revela y predice todas las cosas. Del resto del mundo él no se preocupa; deja el cielo y la tierra rodar a su aire para preocuparse de nosotros. Somos los únicos seres con los que desea establecer intimidad, porque Él nos hizo a su imagen y semejanza. Todo nos está subordinado, la tierra, el agua, el aire y los astros; todo fue hecho para nosotros y destinado a nuestro uso; y puesto que ocurrió que algunos de nosotros pecaron, vendrá Dios en persona o enviará a su propio hijo para quemar a los malos y hacernos gozar con él la vida eterna». Un tal lenguaje sería seguramente más fácilmente soportable entre los gusanos y las ranas que en la disputa entre judíos y cristianos.
¿Quiénes son, en efecto, esos judíos para justificarse con semejante arrogancia? Son esclavos fugitivos dé Egipto, que jamás hicieron algo de notable y que nunca destacaron en nada, ni por su número ni por su importanda. Para forjarse títulos de nobleza intentaron hacer remontarse su genealogía a la primera familia de impostores y de vagabundos; invocan para tal efecto palabras oscuras y equívocas, envueltas en misterio y en tinieblas, que comentan a su manera para los ignorantes y gentes débiles, sin que nadie, desde mucho tiempo ya, se haya acordado de discutir su interpretación, y acerca de las cuales, no obstante, ellos se querellan. Mientras tradiciones verdaderas acreditadas entre los pueblos más antiguos, atenienses, egipcios, arcadios, frigios y otros, hacen salir a la primera generación humana del seno de la tierra, ellos, los judíos, amontonados en un rincón de Palestina, que por ignorantes en letras, jamás habían oído que tales cosas habían sido contadas otrora por Hesíodo y por otros muchos poetas divinamente inspirados, imaginaron una historia muy increíble y muy grosera. Dios habría fabricado con sus propias manos un hombre, habría soplado sobre él, habría sacado una mujer de una de sus costillas, les habría dado unos mandamientos, y una serpiente que contra ellos se había erguido, sobre ellos triunfó: buena fábula para las viejas, narración donde contra toda piedad se hace de Dios un personaje tan pobre desde el comienzo, que se muestra incapaz de hacerse obedecer por el único hombre que él mismo había formado. Hablan en seguida de un diluvio y de un arca extraordinaria, que contenía todos los seres del mundo, de una paloma y de un cuervo que servían de mensajeros, otros tantos hechos arrancados e imaginados según la fábula de Deucalión. Los autores de estas bellas narraciones no habían pensado en más que en entretener a niños, y no habían en modo alguno imaginado que tal narración recorriese las tierras un día. Y de este estilo son todas las demás leyendas: niños nacidos de mujeres fuera del tiempo previsto, querellas y celadas entre hermanos, fraudes entre madres; Dios dando a sus hijos jumentos, ovejas y camellos, y pozos a los justos; nuevamente rivalidades fraternas, la horrible venganza de dos hermanos contra los de Siquem, la aventura de Lot y de sus hijas más abominable que el festín de Tiestes; los hermanos vendedores, el hermano vendido, el padre engañado, los sueños del gran panadero mayor y del gran copero del rey y los del propio Faraón explicados por José, la liberación y la maravillosa suerte de éste; los hermanos empujados por el hambre hacia Egipto, la escena del reconocimiento, el traslado del cuerpo del padre para la tumba, y, por el crédito de José, la ilustre y divina raza de los judíos implantándose en Egipto, multiplicándose, establecida en el más vil rincón del país y escapándose en seguida mediante la huida. Los más sensatos de los cristianos y de los judíos evitan todas estas ridiculas ficciones, y para salirse de las dificultades recurren a la alegoría, y las que forjaron son todavía más descaradas y más absurdas aún que las narraciones mismas, por el esfuerzo extravagante que denuncian para establecer relaciones entre las cosas que no les son apropiadas. Tal es la controversia de «Papisco y Jasón», libro más apropiado para suscitar indignación que risa. No tengo la menor intención de refutarlo. Su capacidad para el absurdo es irritante para quien tuviera el coraje de recorrer sus páginas. En vez de obstinarse en descubrir en la Biblia ridiculas alegorías, valdría más aprender a analizar la verdadera naturaleza de las cosas. Dios no tiene nada de mortal; las esencias inmortales son sus únicas obras, y por ellas fueron hechos los seres mortales. Si el alma es obra de Dios, el cuerpo tiene otro origen distinto; a este respecto; no hay diferencia de naturaleza entre el cuerpo de un murciélago, el de una rana y el de un hombre, porque están formados de la misma materia e igualmente sujetos a corrupción. La naturaleza de todos los cuerpos es la misma, sujeta a las mismas vicisitudes, al mismo flujo y reflujo universal. De todo lo que proviene de la materia, nada es inmortal. Mas ya es suficiente sobre este particular. Quien deseara saber más sobre ello, sólo tiene que proseguir nuestras investigaciones. Jamás hubo, jamás habrá en el mundo más o menos males de los que hoy hay. La naturaleza del universo es única y siempre idéntica a sí misma. La suma de los males permanece constante. No es fácil tratar sobre su origen, ni siquiera a un filósofo: baste al vulgo saber que ellos no proceden de Dios, sino de la materia, y son parte de las cosas efímeras. Las cosas giran siempre dentro del mismo círculo, y por ello es necesario, según el orden invariable de los ciclos, que lo que fue, será, y que siempre será así. No ha sido ordenado el mundo visible para el hombre. Todas las cosas nacen y perecen para el bien común del todo, por una incesante transformación de los elementos. Siendo en el mundo constante la suma de los males, no hay motivo para que Dios intervenga para corregir su obra. No es cierto que lo que os parece un mal lo sea efectivamente, porque no sabéis si no os es útil, o bien a alguna otra persona, o bien al conjunto del Cosmos. Para quien conoce este orden universal e invariable, ¿habrá algo más divertido que las concepciones antropomórficas de los judíos y de los cristianos, que atribuyen a Dios sus sentimientos, y el lenguaje lleno de invectivas de un hombre irascible, y habrá algo más ridículo que ver efectivamente un hombre irritado con los judíos, deseando exterminarlos a todos, grandes y pequeños, quemar sus ciudades, reducirlas a nada, en cuanto que todo es el resultado de la ira y de las amenazas del gran Dios, como dice, así como que Dios envíe a su Hijo al mundo, para padecer los tratos ya conocidos? Pero no es solamente de los judíos de quienes quiero hablar; es de la naturaleza entera, como ya lo prometí. Voy a explicar más claramente lo que dije antes en el penúltimo párrafo. Es pueril hacer del hombre el centro de la creación. Dios, según parece, no creó el trueno, los relámpagos y la lluvia. Y aunque él fuese el autor, no se podría decir que con la creación de la lluvia Dios favoreció más el sustento del hombre que el de las plantas, los árboles, las hierbas o los espinos; y si se pretende que todas estas producciones de la tierra crecen para el hombre, ¿por qué antes para el hombre que para los animales salvajes y privados de razón? ¿Éstos no parecen haber sido menos bien tratados que nosotros? Por el precio de un duro trabajo o de todos nuestros sudores conseguimos con mucho costo asegurar nuestra subsistencia. Ellos no tienen necesidad de sembrar ni laborar la tierra. Todas las cosas nacen por sí mismas. Y si objetaran este verso de Eurípides: «El sol y la noche están al servicio del hombre», preguntaré ¿por qué fueron hechos para nosotros más que para las hormigas y las moscas? ¿La noche no les sirve, como a nosotros, para reposar, la luz del sol para ver claro y trabajar? Si objetaran que somos los reyes de los animales porque los cazamos y comemos, se podría muy bien afirmar que somos nosotros, por el contrario, los que estamos destinados a ellos, visto que ellos también nos apresan y nos devoran. E, incluso, nosotros para cazarlos necesitamos de todo un sistema de aparejos, redes, armas, picadores, perros, mientras que a los animales salvajes, para vencer a los hombres, les basta sólo con las armas que la naturaleza les proporcionó. Pretendéis que Dios nos dio el poder de apresarlos y usarlos según nuestra fantasía; pero es mucha casualidad que, antes de que los hombres hubiesen constituido sociedades, inventando las artes, fabricando armas y redes, fuesen éstos casi siempre apresados y comidos. En vano dirán que los hombres llevan ventaja sobre los animales, pues construyen ciudades, organizan Estados, tienen magistrados y jefes para que los gobiernen. Otro tanto se ve entre las hormigas y las abejas. Las abejas tienen una reina a la cual siguen y a la cual obedecen. Tienen como nosotros guerras, victorias y exterminio de los vencidos; como nosotros tienen ciudades y poblaciones; como nosotros, horas de trabajo y de reposo; como nosotros, castigos para la pereza y la perversidad: ellas persiguen y matan a los zánganos. En cuanto a las hormigas, no quedan atrás en materia de previsión y de ayuda mutua, si las comparamos con los hombres. Auxilian a las compañeras cuando éstas están fatigadas; transportan a las agonizantes para un lugar reservado que es como un túmulo familiar. Se ayudan mutuamente cuando se encuentran, y las que se desencaminan son de nuevo retornadas al sendero. Ellas poseen, en cierto modo, la plenitud de la razón, ciertas nociones generales de sentido común y un lenguaje para comunicarse entre sí lo que desean. Para quien contemplase la tierra desde lo alto del cielo, ¿qué diferencias habría entre las acciones de las abejas, las de las hormigas o las acciones de los hombres? ¿Que el hombre se enorgullece de conocer los secretos de la magia? En este punto aun las serpientes y las águilas son superiores al hombre. Ellas conocen numerosos remedios misteriosos contra las dolencias y otros males. Conocen las virtudes de ciertas piedras y las utilizan para curar a sus hijos. Esas piedras, cuando las encontramos, no dudamos en poseer un tesoro maravilloso. ¿Créese el hombre superior porque es capaz dé erguirse hasta la concepción de un Dios? Sépase que, entre los animales, varios no ceden terreno al hombre en este aspecto. Nada hay más divino que el poder de adivinar el futuro. Mas esa presciencia la tenemos a partir de animales, en especial, las aves. Los adivinos son solamente los intérpretes de sus predicciones. Si las aves, para sólo hablar de ellas, nos revelan por señales todo lo que Dios les reveló, de ahí se sigue que viven en una intimidad más estrecha que nosotros con la divinidad, superándonos en esa ciencia, y siendo más queridas que nosotros a los ojos de la divinidad. Hay hombres muy esclarecidos que también aseguran que las aves se comunican entre sí, y sin duda de una manera más santa y venerable que nosotros. Manifiestan que incluso se puede percibir ese lenguaje, y demuestran cómo acontece, cuando, habiéndonos advertido que las aves irán para tal lugar y harán tal cosa, nos las muestra efectuando ellas tal hecho de facto. ¿Habrá animales más fieles al juramento y más religiosos que los elefantes? Y, verosímilmente, porque tienen conocimiento de Dios. Las cigüeñas también nos llevan ventaja en piedad filial, las cuales alimentan a sus padres; igualmente el ave fénix, el cual, después de algunos años, transporta el cuerpo de su padre, encerrado en una bola de mirra, como un ataúd, desde Arabia hasta Egipto, y lo coloca en el lugar donde queda el templo del Sol. ¿Qué decir de esto? Es preciso rechazar esa idea de que el mundo ha sido hecho para el hombre: no fue más hecho para el hombre que para el león, el águila o el delfín. Fue hecho de modo que fuese perfecto y bien rematado como convenía a la obra de Dios; y es porque cada una de las partes que lo componen no están ajustadas a la medida exacta entre cada una de ellas, sino que cada una se combina a expensas del conjunto y dependiente de la totalidad. Es de este todo del que Dios únicamente cuida; es el todo lo que la Providencia jamás abandona; es el todo lo que no se corrompe ni se altera. Jamás Dios lo abandona, ni se olvida, tras largo tiempo, de volver a mirar por él. Él no se irrita más por causas de los hombres que por culpa de los monos o de los ratones. No amenaza a ningún ser, porque cada uno conserva el lugar y la función que le fueron destinados. Así pues, oh judíos y cristianos, ningún Dios ni Hijo de Dios descendió jamás, ni jamás descenderá a la tierra. ¿Será de los ángeles de Dios de quienes queréis hablar? ¿De qué naturaleza son, según vuestra opinión? ¿Son dioses o algo diferente? Os comprendo, son demonios problablemente, porque los enviados de Dios a la tierra, encargados de hacer bien a los hombres, ¿qué podrían ser sino demonios? Por lo que respecta a los judíos, lo que es sorprendente en ellos es que adoran al cielo y a los ángeles que lo habitan, pero desprecian las partes más augustas y más poderosas del cielo -el sol, la luna, los astros fijos y los errantes-; ¡como si fuese plausible prestar culto a seres envueltos en tinieblas que sólo aparecen a ojos alucinados por equívocos sortilegios o habitados por engañadoras visiones, y no tener en cuenta para nada a esos profetas manifiestos a los ojos de todos que gobiernan la lluvia, las nubes y los truenos -a los que los judíos adoran-, los relámpagos, todos los frutos y productos de la tierra, que manifiestan la divinidad, visibles corifeos de las alturas, ángeles verdaderamente celestes! Otra de sus extravagancias consiste en creer que después de Dios haber encendido el fuego, como un cocinero, todos los vivos serán quemados y que sólo ellos permanecerán: sólo ellos quiere decir no solamente los que vivan entonces, el día del juicio final, sino también todos los de su raza muertos hace mucho tiempo, que se verán surgir de la tierra con la misma carne que otrora tuvieron. Tienen una esperanza digna de gusanos. ¿Qué alma humana, pues, iba a desear entrar en un cuerpo putrefacto? También entre vosotros y entre los cristianos, habrá quien, lejos de aceptar esta creencia, esté de acuerdo en considerarla absurda, abominable e imposible. ¿Habrá algún cuerpo que, después de haber entrado en descomposición, pueda volver a su primitivo estado? No teniendo nada que responder, recurren a las más absurdas escapatorias: dicen que a Dios todo le es posible. Pero Dios no puede hacer nada vergonzoso ni querer nada contrario a la naturaleza. Porque víctimas de alguna abominable perversión de espíritu, metemos en la cabeza alguna extravagancia infame, no es razón para que Dios pueda realizarla, ni que se deba contar que tal cosa ocurrirá. Dios no es el ejecutor de nuestras fantasías irresponsables y de nuestros apetitos desajustados, sino que es el soberano regulador de una naturaleza donde reina la armonía y la justicia. Al alma él bien puede concederle una vida inmortal: pero, como dice Heráclito: «Los cadáveres valen menos que el estiércol ». Tornar inmortal contra todo sentido una carne llena de cosas, que no se podrán nombrar decentemente, es lo que Dios no querría ni podría hacer. Porque Dios es la razón de todo lo que existe, el Logos del cosmos, y no puede obrar contra la razón, como no puede tampoco obrar contra sí mismo.
En lo que concierne a los judíos, hace largos siglos que se constituyeron en nación y se dotaron de leyes conforme a sus costumbres y que respetan todavía hoy. La religión de sus padres es la que siguen, valga lo que valiere o digan lo que dijeran. Permaneciendo fieles a sus padres, no hacen nada que no hagan los demás hombres, pues cada cual conserva las costumbres de su país. Y además es bueno que así sea, no sólo porque los diferentes pueblos se dotaron de leyes diferentes, y que es preciso que en cada Estado los ciudadanos sigan las leyes establecidas. E, incluso, porque es plausible que en un comienzo las regiones diversas de la tierra hayan sido repartidas entre otros tantos poderes que las administran cada uno a su manera, y que en cada región todo funciona bien, cuando se gobierna según las reglas de juego instituidas. Así habría impiedad en infringir las reglas establecidas desde el origen. Se puede invocar a este propósito el testimonio de Heródoto, quien se expresa en estos términos: «Los habitantes de las ciudades de Mereira y de Apis, situadas en la extremidad de Egipto, en los confines de Libia, se consideran libios y no egipcios, y, cumpliendo los ritos religiosos de estos últimos se abstienen de carne de vaca y enviaron delegados al oráculo de Amón para declarar que nada tienen de común con los egipcios, visto que habitaban fuera del delta y no participaban en sus creencias: le piden por lo tanto la libertad para comer de todo lo que quisieran. Pero el dios se lo prohibió; respondiendo que toda la región que el Nilo baña en sus periódicos desbordamientos era tierra egipcia y eran egipcios todos los que beban las aguas de ese río por abajo de la ciudad de Elefantina». Esto es lo que escribe Heródoto, y el oráculo de Amón no tiene menos autoridad en lo que concierne a las cosas divinas que los ángeles de los judíos. No existe por lo tanto mal alguno en que cada cual conserve las costumbres religiosas de su país. La variedad es grande en los diferentes pueblos, e incluso cada uno considera sus costumbres como las mejores. Los etíopes de Méroe sólo adoran a Zeus y a Dionisos, los árabes apenas a Dionisos y a Urania; todos los egipcios adoran a Osiris y a Isis: los saltas en especial a Atenea; los naucratitas hace poco que reconocen como dios a Serapis y cada uno de los otros grupos reverencian dioses propios. Unos se abstienen de carne de oveja, porque consideran sagrados a estos animales; otros se abstienen de carne de cabra, éstos de carne de cocodrilo, aquéllos de carne de vaca; ninguno toca en la carne de cerdo, a la que abominan. Los escitas creen proceder bien comiendo carne humana, y entre los hindúes muchos piensan que obran muy santamente comiéndose a sus padres, según cuenta Herodoto. Cito las palabras de éste para mostrar que nada invento: «Si todos los hombres estuviesen obligados a elegir las leyes de todos los pueblos a las que consideran mejores, no cabe duda que después de un maduro examen optarían todos por las leyes de su país de origen; porque cada pueblo está persuadido de que sus leyes son muy superiores a las de los otros. Es preciso por lo tanto ser realmente flaco de espíritu para burlarse de las costumbres religiosas». Entre otros testimonios de la excelencia que cada uno atribuye a sus leyes, podemos citar el episodio siguiente: «Un día reinando Darío entre los persas, llamó junto a sí a algunos griegos que se encontraban en la corte, y les preguntó que por qué precio aceptarían comer a sus padres muertos. Ellos se espantaron y respondieron que por nada del mundo cometerían una maldad tal. Mandó entonces aproximarse a algunos hindúes, de la tribu de los caladas, que tienen la costumbre de comerse a sus padres, y les preguntó, en presencia de los griegos, a quienes los intérpretes traducían la conversación, qué querían a cambio de quemar los cuerpos de sus padres muertos; espantáronse ellos y suplicaron que no se les formulase tal pregunta». Tal es la fuerza de las instituciones y Pindaro me parece tener razón, cuando dice: «La costumbre es rey del mundo». Por lo tanto, si en virtud de estos principios los judíos se limitasen a conservar celosamente las propias leyes, no habría lugar para que los censuráramos, pero sí a los que abandonaran las costumbres en las que fueron educados para adoptar las de otros judíos. Mas si éstos se enorgullecen de una sabiduría superior y desdeñan el encuentro de otros hombres, obran mal, porque debe recordarles que hasta su creencia en el cielo y la idea que de él tienen no les pertenece en exclusiva, visto que -para limitarnos a éstos- los persas, según testimonio de Heródoto, profesan desde hace mucho la misma opinión. «Acostumbran -dice Heródoto- subir a lugares altos para sacrificar a Zeus, y así llaman a toda la bóveda celeste.» Estarán de acuerdo, supongo, en que los nombres no vienen al caso y que es indiferente llamar al supremo dios Zeus Hipsistos -o Altísimo-, o Zeus, o Adonai, o Sabaoth, o Amón como los egipcios, o Papai como los escitas. Tampoco es necesario que los judíos vayan a imaginarse más santos que los demás hombres porque se circuncidan: los egipcios y los caldeos lo hicieron antes que ellos; tampoco deben creerse más santos por abstenerse de carne de cerdo: así hacen los egipcios, que se abstienen hasta de carne de cabra, de oveja, de buey y de peces. ¿Pitágoras y sus discípulos no llegaban hasta el punto de privarse de habas y de cualquier alimento animal? En fin, ¡no existen indicios de que gocen de la estima y del amor de Dios en grado superior a los demás hombres, ni que sólo ellos hayan tenido el privilegio de recibir ángeles de lo alto, con el pretexto de que habían obtenido un reino de bienaventurados: bien vemos qué tratamiento de favor gozan ellos y su país! 60. Que esta tropa nos deje en paz, después de haber recibido el castigo de su impudor; es gente que no conoce al gran Dios, pero que, seducidos y engañados por el impostor Moisés, dieron oídos a sus lecciones en un mal designio.
Crítica de los libros "santos":
Pasemos ahora al segundo grupo, al de los cristianos. Les preguntaré de dónde vienen, a qué ley nacional obedecen. No podrán alegar ninguna, porque tienen su origen en los judíos. Fue entre éstos en donde encontraron el maestro y el jefe. Sólo que se separaron de ellos. Dejemos a un lado todo lo que se les puede objetar sobre su maestro. Tomémoslo por una buena persona, pero ¿será el único que fue enviado y no apareció ningún otro antes que él? Si dicen que él fue el único en ser enviado, no será difícil demostrarles que mienten y se contradicen. Cuentan, en efecto, que otros vinieron muchas veces, hasta sesenta y setenta al mismo tiempo, y que habiéndose pervertido, como castigo de su maldad fueron encadenados bajo tierra, en tanto que de sus lágrimas brotaban calientes manantiales. Cuentan también que en el túmulo de su maestro se vio, unos dicen uno, otros dicen dos, para anunciar a las mujeres que él había resucitado; porque el Hijo de Dios, según parece, no tenía fuerza para erguir él solo la losa del túmulo; tenía necesidad de ayuda para removerla. Vino incluso un ángel junto al carpintero, por causa de la gravidez de María, e igualmente otro para advertir a los padres que cogiesen al hijo y huyesen lo más deprisa posible. ¿Habrá necesidad aquí de citar todos los que fueron enviados antes a Moisés y a otros? Ahora bien, si otros fueron enviados, síguese que Jesús también lo fue, por el mismo Dios. Concedamos, si se quiere, que él lo había sido para un objetivo más elevado, para redimir algún pecado de los judíos, culpados de corromper la religión o de cualquier otra maldad del género, como los cristianos dan a entender; no es menos cierto que él no fue el único en ser enviado a los hombres; que hasta los que, en nombre de la doctrina de Jesús, abandonaron el demiurgo como un Dios subalterno y reconocieron como un Dios superior al padre del Mesías, no dejaron todavía de reconocer que, antes de Jesús, el demiurgo había enviado a otros varios a los hombres. Ellos y los judíos reconocen, por tanto, al mismo Dios. Los de la gran Iglesia lo reconocen abiertamente y tienen por verídicas las tradiciones de los judíos sobre el origen y la formación del mundo, los seis días de la creación y el séptimo en que Dios descansó, el nombre del primer hombre, el orden genealógico de sus descendientes, las querellas y disensiones entre los hermanos, y la entrada y residencia en Egipto, así como el éxodo de este país. Resulta todavía difícil de creer que entre los cristianos, unos confiesan tener el mismo Dios que los judios; otros lo niegan, pues afirman que el que envió al hijo es un Dios opuesto al primero. Conozco igualmente muchas otras divisiones y sectas entre ellos: los sibilistas, los simonianos, y, entre éstos, los helenianos del nombre de Helena o de Helenos, su maestro; los marcelinianos, de Marcelina; los carpocratianos, salidos unos de Salomé, otros de María, otros de Marta; los marcionistas nútrense de Marción; otros incluso se imaginan unos a tal demonio, otros a tal maestro, aquéllos a tal otro, y se sumergen en espesas tinieblas, se entregan a desdenes peores y más ultrajantes aún para la moral pública que aquellos que, en Egipto, practican los compañeros de Antínoo. Se injurian hasta la saciedad los unos a los otros con todas las afrentas que les pasan por las mentes, rebeldes a la menor concesión en son de paz, y están animados de un mutuo odio mortal. Todavía, estos hombres encarnizados los unos contra los otros, intercambiándose los más encarnizados ultrajes, tienen todos en la boca las mismas palabras: «El mundo fue crucificado por mí y yo soy por el mundo...». Examinemos, a pesar del despecho de la falta de fundamentos serios en su doctrina, el contenido de lo que se proclama. Fijémonos por lo demás en esos restos de sabiduría que recogieron y, por ignorancia, estropearon, pues tienen la cabeza llena de principios que no comprendieron ni siquiera en su primera palabra. He aquí cómo hablan. Todo esto fue dicho y mucho mejor por los griegos, sin esa afectación y ese tono profético, como si se hablase en nombre de Dios y de su Hijo. El sumo bien, escribió Platón, no es un conocimiento que se pueda transmitir por palabras. Es después de un largo trato y una meditación asidua cuando él brota súbitamente como una chispa y se torna en alimento para el alma y la sostiene por sí solo y sin otra ayuda... Si acreditase que esta ciencia podía ser enseñada al pueblo por escritos o palabras, ¿qué más bella ocupación podría yo dar a mi vida que escribir sobre cosa tan útil a los hombres y exponer su naturaleza a plena luz para todos? Mas creo que tales enseñanzas sólo convienen al pequeño número de los que, con leves indicaciones, saben descubrir por sí mismos tales enseñanzas. Porque, en lo que respecta a la gran mayoría, se ha de llegar a esta conclusión: llenos de un inicuo desprecio por los demás humanos e inflados con una injusta y vana confianza en sí mismos, imaginarían, cada vez que enunciasen una cosa, poseer conocimientos maravillosos. Y Platón, aunque había enseñado lo que es útil saber, no impregnó sus fibros de prodigios, ni tapa la boca a los que quieren averiguar lo que él promete, ni ordena que se crea antes que cualquier cosa que Dios es esto o aquello, que tiene un hijo de tal naturaleza, y que ese hijo, enviado expresamente, conversó con él. «Quiero -sostiene Platón- detenerme más en este asunto, y lo que acabo de deciros os parecerá aún más evidente. Hay de hecho una razón que reprime la temeridad de los que quieren escribir sobre estos asuntos: ya la he expuesto muchas veces, y, según me parece, no es útil repetirla. Hay en todo espíritu tres condiciones para que la ciencia sea posible; en cuarto lugar viene la propia ciencia, y en quinto lugar lo que se trata de conocer: el ser verdadero. La primera cosa es el nombre, la segunda la definición, la tercera la imagen, la ciencia es la cuarta.» Así se ve cómo Platón, aunque tiene cuidado en decir primeramente que estas altas verdades no podrían ser expuestas, para que no parezca que procura una disculpa, va alegando lo inefable, presentando incluso las razones. En efecto, ¿podrá él mismo explicarse algo? Y Platón jamás quiso exagerarlo o imponérselo a nadie; él no dice que encontró algo de nuevo, ni que viene del cielo para traérnoslo, sino que reconoce de dónde lo tomó. Él no impone dogmáticamente la verdad, sino que la investiga, haciéndola surgir de los espíritus por interrogaciones bien dirigidas. No procede al estilo de los que dicen: «Acreditad que aquel de quien os hablo es verdaderamente el Hijo de Dios, aunque haya sido atado vergonzosamente y sometido al suplicio más infamante, aunque haya sido tratado con la máxima ignominia. Creedlo aún más por eso mismo».
Ni ellos al menos llegasen a entenderse entre sí acerca de la persona del Mesías...; pero están muy lejos de eso. «Unos garantizan esto, otros aquello, y todos tienen en la boca la misma recriminación; ¡creed si queréis salvaros, y seguidamente idos! ¿Qué harán los que verdaderamente deseen salvarse? ¿Deberán echar los dados para saber a qué lado tornarse y a quiénes juntarse?». En vano, para dispensarse de buscar la verdad y para justificar su perversidad, alegan que «la sabiduría humana es locura a los ojos de Dios». Algunos dicen cuál es la razón que les hace hablar así: es que quieren conquistar a los ignorantes y a los simples. Pero ni siquiera esa máxima la encontraron por sí solos. Antes de ellos los griegos supieron distinguir con bastante precisión la sabiduría humana de la sabiduría divina. Fue Heráclito quien dijo: «La conducta del hombre es sin razón, mas la conducta de Dios es racional». Y él mismo en otra ocasión añade: «¡Oh hombre simple, aprende como un daimon, como un niño, como un hombre!». Y Platón en su Apología pone en boca de Sócrates: «La reputación que adquirí, oh atenienses, me viene de una cierta sabiduría, que está en mí. Pero ¿qué sabiduría es esa? Según parece es una sabiduría puramente humana, y corro el gran peligro de no ser sabio sino en eso». Ahora bien, de esa sabiduría divina que no osaba Sócrates reivindicar para sí, pretenden ellos abrir los arcanos a los más estúpidos y a los más incultos, esos charlatanes que evitan tanto cuanto pueden a los hombres cultos, porque estos últimos no se dejan tan fácilmente engañar, para prender en sus redes a las personas de más baja condición. La falsa humildad que enseñan confunde servilismo con modestia, lo que no pasa de una imitación desnaturalizada de lo que Platón escribió sobre esa virtud: «Dios -dice él-, de acuerdo con una vieja tradición, es el comienzo, el medio y el fin de todos los seres. Él sigue siempre una línea recta, de acuerdo con su naturaleza; al mismo tiempo que abarca el mundo, la justicia se desprende de él, vengadora de las injurias hechas a la ley divina. Quien quisiera ser feliz debe apegarse a la justicia, siguiendo humilde y modestamente sus huellas ». Importa también esta sentencia de Jesús contra los ricos: «Es más fácil a un camello pasar por el agujero de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios»; está directamente sacada de este pasaje de Platón, al que Jesús alteró los términos: «Es imposible ser al mismo tiempo extremadamente rico y extremadamente virtuoso». Ellos hablan del reino de Dios, pero ofrecen de él una idea mezquina y despreciable, en todo inferior a lo que Platón opina cuando escribe: «Todos los seres están agrupados alrededor del rey del universo. Él es su fin común y el principio de toda la belleza; lo que es de segunda categoría se corresponde con el segundo puesto, y lo que es de tercera categoría se corresponde con el tercer puesto. El alma humana desea apasionadamente penetrar estos misterios: para conseguirlo, dirige los ojos hacia todo lo que tiene afinidad con ella; pero no encuentra nada que la satisfaga absolutamente. Por lo que respecta al rey y a las cosas de que hablé, no hay nada que se le asemeje». Y en otro lugar manifiesta: «Lo que es divino, es lo bello, lo verdadero, el bien y todo lo que se le compara. Él es el que alimenta y fortifica los entresijos del alma: por el contrario, todo lo que es feo y malo las debilita y las arruina. Mas el jefe supremo, Zeus, viene en primer lugar, conduciendo su alado carro; él lo ordena y gobierna todo. Detrás de él avanza el ejército de los dioses y de los dáimones, dividido en once cohortes. Hestia queda sola en el palacio de los Inmortales. Las otras once grandes divinidades siguen cada una a la cabeza de una cohorte según el lugar que les fue reservado. ¡Qué espectáculos encantadores entonces, qué majestuosas evoluciones animan el interior del cielo, donde los dioses bienaventurados cumplen la función atribuida a cada uno, acompañados de todos los que quieren y pueden seguirlos, porque la envidia reside lejos del coro de los dioses!». Esta religión supraceleste, ningún poeta la cantó todavía, ninguno jamás la celebrará dignamente. Pero en realidad así es, y no debemos publicar la verdad, sobre todo cuando se habla de la propia verdad. La verdadera esencia, sin color, sin forma, impalpable, no puede ser contemplada sino por el guía del alma, la inteligencia.., Ahora bien, a semejanza del pensamiento de Dios que se alimenta de lo inteligible y de la ciencia absoluta, el pensamiento de cualquier alma, que procura recibir el alimento conveniente, se alegra al ver de nuevo el ser del cual hace mucho estaba separada y alimentarse con las delicias de la contemplación de la verdad, hasta el momento en que el movimiento circular la reconduce al punto de partida. Durante esa revolución circular, el alma contempla la justicia en sí, que no está sujeta al devenir, ni difiere según los diferentes objetos que aquí abajo califican de reales, sino la ciencia que tiene por objeto el ser absoluto. Y, a lo que parece, partiendo de algunas de estas ideas de Platón, de las que tenían alguna vaga noción, ciertos cristianos proclaman al Dios que está en lo alto del cielo, y se elevan así por encima de los judíos. Platón enseñó que, para descender del cielo a la tierra, o para ascender de la tierra al cielo, las almas pasan por los planetas. Los persas representan la misma idea en los misterios de Mitra. Ellos tienen una figura que representa los dos movimientos que se realizan en el cielo, el de las estrellas fijas y el de los astros errantes, y otra figura análoga para simbolizar el viaje del alma a través de los cuerpos celestes. Esa figura es una alta escalera con siete puertas, y una octava puerta encima de todas. La primera puerta es de plomo, la segunda de estaño, la tercera de cobre, la cuarta de hierro, la quinta de una mezcla de metales, la sexta de plata, la séptima de oro. Atribuyen la primera a Cronos (Saturno), sugiriendo, por el plomo, la lentitud de este astro; la segunda la atribuye a Afrodita, que evoca el brillo y la maleabilidad del estaño; la tercera, hecha de cobre, que no puede dejar de ser fuerte y sólida, la atribuyen a Zeus; la cuarta evoca a Hermes, reputado entre los hombres por la dureza en el esfuerzo y fecundidad en útiles trabajos, con el hierro; la quinta, compuesta de diversos metales, es irregular y diversa, evoca a Ares; la sexta evoca a la Luna, que tiene la blancura de la plata; y la séptima al Sol, cuyos rayos recuerdan el color del oro. Esta disposición de los astros no es obra del acaso, sino que obedece a las relaciones musicales (de la música celeste pitagórica).
Si quisiéramos establecer un paralelo entre las enseñanzas de los hierofantes de Mitra y ciertas enseñanzas especiales y esotéricas de los cristianos y confrontarlas, veremos que no están sin ciertas analogías. ¿Será preciso citarla figura simbólica, a la que ellos llaman «diagrama », con una línea negra que la divide en dos secciones, y a la que llaman la Gehena o el Tártaro, los diez círculos englobados en un círculo mayor, al que llaman «el alma del mundo» y el «sello»? Quien aplica el sello se denomina el Padre, y quien lo recibe, el Hijo, quien responde: «Soy el ungido de la unción blanca cogida del árbol de la vida». Ellos colocan junto a los que van a morir siete ángeles de luz, y del otro lado, siete ángeles inferiores, llamados arcónticos, cuyo jefe se llama Dios maldito. ¿Quién es ese Dios maldito? No es otro más que el autor del mundo, el Dios de Moisés, al que justamente denominan maldito; por él temen a la serpiente portadora de la maldición, a la cual los primeros hombres debieron el conocimiento del bien y del mal. ¿Y qué habrá más extravagante y más insensato que esa sabiduría francamente absurda? ¿De qué está culpado el legislador de los judíos? Y si él debe ser reprendido, fuere en lo que fuere, ¿por qué recoger, bajo la forma de alegorías y metáforas, la cosmogonía y la ley de la cual es él el autor? Mas he aquí vuestra inconsecuencia: impíos como sois, glorificáis involuntariamente al que consideráis el autor del mundo, el que prodigó a los judíos todas esas promesas: los hacéis multiplicarse hasta llenar la tierra, resucitando a los muertos en carne y hueso: él, que inspiró a sus profetas, y ¡al mismo tiempo que lo injuriáis! Sí, cuando reflexionáis todo esto, cuando estáis sin argumentos, os confesáis de acuerdo con los judíos en servir al mismo Dios; pero cuando vuestro maestro Jesús y Moisés, el de los judíos, se contradicen, entonces suscitáis otro Dios en su lugar. Los siete principales demonios, de los que el Dios maldito es el jefe y que ellos ponen junto a las almas de los moribundos, tiene el primero la forma de un león; el segundo, la forma de un toro; el tercero, la de un anfibio de horribles silbidos; el cuarto, la forma de un águila; el quinto, la de una osa; el sexto, la forma de un perro, y el séptimo, la de un burro llamado Thafabaoth u Onoel. Pretenden ellos que hay hombres que se convierten en demonios del mismo género, unos en leones, otros en toros, otros en dragones, en águilas, en osos, en perros. En ese cuadro también están inscritas la figura cuadrada y las puertas del paraíso. Acumulan además una gran cantidad de cosas, las unas sobre las otras: discursos de profetas, círculos sobre círculos, riachuelos de la Iglesia terrestre y la circuncisión, virtudes que emanan de una virgen pura, alma viva, cielo que para vivir debe ser inmolado, tierra degollada por la espada, hombres que sólo vivirán si fueren masacrados, muerte que cesará en el mundo por la muerte del pecado, nuevo descenso por estrechos lugares, puertas que se abren por sí solas. Por todas partes mezclan el árbol de la vida con la resurrección de la carne por el madero, probablemente porque su maestro fue clavado en una cruz y porque fue carpintero. Si él hubiese sido arrojado desde un roquedal, o tirado a un abismo, o ahorcado con una soga, o si hubiese sido zapatero, cantero o cerrallero, ellos pondrían en la cima de los cielos una roca, la roca de la vida, o el abismo de la resurrección, o la cuerda de la inmortalidad, la piedra de la beatitud, o el hierro de la caridad, o el cuero de la santidad. ¿Habrá alguna vieja que no sintiese vergüenza al contar tales frivolidades para adormecer a un niño pequeñito? Ellos se atreven aún -y ésa no es su menor invención- a escribir no se sabe qué inscripciones acerca de los más altos círculos hipercelestes y en especial éstas: «El mayor y el más pequeño», «El Padre y el Hijo». Se trata de fórmulas mágicas, de las que se sirven para impresionar a la multitud ignorante, que atribuye una virtud maravillosa a esas palabras extrañas y no supone que tal o cual palabra misteriosa designa, en la lengua de los bárbaros, una cosa bien conocida en la lengua griega: así, según el testimonio de Heródoto, Apolo es llamado Gongosuro entre los escitas; Poseidón, Thamasimasas; Afrodita, Argimpasa; Hestia, Tabiti. Toda esa liturgia bizarra es un plagio de ceremonias y de ritos usados ya mucho antes de ellos. ¿Será necesario enumerar aquí a todos los que enseñaron, antes que ellos, la práctica de las purificaciones, los cantos y las palabras que curan o liberan de las dolencias, el uso o imágenes de demonios y de tantos otros preservantes sacados de tejidos, números, piedras, hierbas y raíces? Vi a más de un sacerdote de esa religión con libros bárbaros llenos de nombres de demonios y de conjuros; ellos se ufanaban no de ser útiles a los hombres, sino de hacer caer sobre ellos todo género de males. A este respecto, el músico Dionisio de Egipto, a quien conocí, decía que las prácticas mágicas sólo tienen efecto sobre los ignorantes y los pervertidos, mas no tienen efecto sobre los filósofos y los que saben ser señores de sí mismos y ordenar sabiamente sus propias vidas. Otro error no menos impío, nacido de su extrema ignorancia y de su incomprensión de los mitos, consiste en pretender que Dios tiene por adversario al Diablo, al que en hebreo llaman Satán. Ahora bien, es una extraña aberración, o una singular impiedad el decir que el gran Dios, en su deseo de hacer el bien a los hombres, se enfrenta a un ser que le causa daño y lo reduce a la impotencia. ¿El Hijo de Dios habrá sido vencido por el Diablo? Los tormentos que éste le causa, tienen como fin enseñarnos, según pretenden, a menospreciar las pruebas que él nos infligirá cuando llegue nuestro turno: aquél anuncia, en efecto, que Satán vendrá a la tierra, que realizará grandes prodigios, procurando así apropiarse de la gloria de Dios; pero es un seductor, contra los prodigios del cual es preciso precaverse, y sólo en el Hijo de Dios debemos confiar. He aquí manifiestamente las palabras de un charlatán que acumula precauciones contra los que sean tentados a proclamar dogmas contrarios a los suyos y a suplantarlo. La noción de Satán es, además, tomada de viejos mitos mal asimilados, relativos a una guerra divina que relatan las viejas tradiciones. Heráclito hace una alusión a esto al escribir: «Sépase que existe una guerra universal, que la discordia cumple la función de justicia, y es según sus leyes como nacen y perecen todas las cosas». Mucho antes de Heráclito, Ferécides representó en un mito dos ejércitos enemigos, uno capitaneado por Cronos y el otro por Ofioneo; y cuenta los desafíos, los combates y el acuerdo establecido de que, de los dos partidos, el que fuese echado al mar sería considerado vencido, y el que expulsase al otro poseería el cielo como premio de su victoria. Las historias de los Titanes y los Gigantes en guerra contra los dioses, las guerras que los egipcios cuentan sobre Tifón, de Horus y de Osiris, pertenecen al mismo ciclo de mitos. Esto es lo que encontraron entre nosotros y asimilaron mal: es una cosa completamente diferente de sus invenciones sobre el Diablo, que figura, hablando con propiedad, como otro impostor tras las huellas del primero. Homero figura en la misma corriente de ideas de Ferécides y de Heráclito, y sus cantos de la guerra de los Titanes, cuando coloca estas palabras en boca de Hefaistos, dirigidas a Hera: «Otrora, cuando me precipité para defenderte, él me agarró por un pie y me arrojó del divino umbral»; y estas otras palabras en boca de Júpiter dirigidas a la misma Hera: «¿Ya no te acuerdas del día en que, lanzada por los aires, con las manos atadas con lazos embarullados, con un grillete en cada pie, tu cuerpo estaba colgado en medio del éter y de las nubes? Las divinidades del vasto Olimpo se indignaban, pero agrupadas en tu derredor, nada podían hacer para libertarte. Quien lo osase, lo arrancarían del umbral de los dioses y los lanzarían por tierra, donde caería semimuerto». Estas palabras de Zeus a Hera deben interpretarse como palabras divinas dirigidas a la materia. Y significan que tras encontrar la materia en estado de caos, Dios la ordenó y la encadenó en los lazos de la armonía y el orden; y que, para castigar a los demonios que la rondaban para desarreglar su obra, los precipitó en los abismos de acá abajo. Fue dando sentido a estos versos de Homero como Ferécides pudo decir: «Por debajo de esta región, está la región del Tártaro. Las Harpías y la Tempestad, hijas de Bóreas, están encargadas de su custodia y es así como Zeus relega a los dioses que lo ultrajan». Las mismas ideas están representadas en el péplum de Atenea, que se expone en la procesión de las Panateneas. Lo que así se representa enseña a todos que una divinidad sin madre, y virgen, triunfa de la audacia de los hijos de la tierra. Pero enseñar que el Hijo de Dios es atormentado por el Diablo, para enseñarnos con su paciencia a soportar con coraje las provocaciones que éste inflige, es el cúmulo del ridículo. Lo que era necesario, en mi opinión, sería castigar al Diablo, y no aterrorizar a los hombres amenazándonos con sus maleficios.
Por lo que respecta a la expresión «El Hijo de Dios», debemos buscar su origen en el hecho de que los atenienses llaman «hijo» o «criatura» de Dios al mundo salido de sus manos. Nada más pueril que la cosmogonía de los cristianos, la narración de la creación del hombre a imagen de Dios, el paraíso plantado por la mano de Dios -no hay nada más oscuro que el cambio del primer hombre como consecuencia del pecado original y su expulsión del jardín de las delicias-. Son apenas divagaciones, o, si se quiere, historietas divertidas. Es en otro tono, con otra seriedad y con otra profundidad, como los viejos sabios de Grecia hablaron de la formación del mundo y de los hombres. Moisés y los profetas, autores de sus escrituras, en la ignorancia en que estaban de la naturaleza del mundo y de los hombres, fabricaron a tal respecto cuentos para hacer dormir de pie: ¡el mundo creado en seis días! ¡Como si fuesen concebibles anteriores a la aparición del sol y de la luz! ¿Y qué significado atribuir a estas palabras: «Hágase la luz», que muchos interpretan como un deseo o una petición? ¿El autor del mundo, el demiurgo, tomó prestada la luz en lo alto, como cuando encendemos nuestra vela en la de un vecino? Si el demiurgo era un Dios maldito, enemigo del gran Dios, si hacía el mundo sin el consentimiento de éste, ¿cómo estuvo de acuerdo el gran Dios en darle la luz? No quiero examinar aquí la cuestión del origen y el fin del mundo, ni inquirir si el mundo es increado y eterno, si no debe perecer aunque no haya tenido un comienzo, o si debe acabar aunque haya tenido un principio. ¿No será contrarío a la razón, como ellos hacen, el introducir el espíritu del gran Dios en el mundo? ¿Cómo admitir que el gran Dios comience por dar su espíritu al demiurgo, y que éste abusa tanto de él que el Dios supremo lo retoma? ¿Cuál es el Dios que da para volver a tomar lo dado? Sólo si se toma aquello de lo que se necesita sería correcto: pero Dios de nada necesita. ¿Pero tal vez ignorase que iba a dar su espíritu a un ser que abusaría de él? Entonces, ¿cómo deja a ese demiurgo perverso alzarse contra él? ¿Por qué obra subrepticiamente para arruinarlo, sobornando y seduciendo a cuantos puede? ¿Por qué procura conquistar a los que el demiurgo condenó a la maldición, como decís, y los arrebaña como un ladrón de esclavos? ¿Por qué les enseña a hurtarse a su dueño? ¿Por qué les enseña a huir de su padre, el demiurgo? ¿Por qué los adopta él sin el beneplácito de su padre? ¿Por qué se presenta como padre de los seres que pertenecen a otro? Y es, con certeza, un dios bien digno de respeto, que desea tener como hijos a los pecadores que otro condenó proscritos, o, según su propia expresión, excrementos de la tierra; y ni es capaz de castigar o meter en orden a su enviado que le desobedeció. Si se afirma que fue el Dios supremo el que creó el mundo, ¿cómo se puede justificar la presencia del mal? ¿Por qué es él impotente para exhortar y persuadir? ¿Por qué le vemos arrepentirse a causa de la ingratitud y la perversidad de sus criaturas? ¿Por qué maldice y acusa él a lo que no hizo? ¿Cómo puede amenazar con la destrucción a sus propios hijos? O, si no los destruye, ¿para dónde trasplanta de este mundo al hombre al que hizo? Nada invento: esto o expresamente está expresado en sus libros o puede deducirse de ellos. Lo que es más pueril aún es dividir la formación del mundo en varios días, incluso antes de que hubiese días: ¿cómo podría haber días antes de que el cielo fuese hecho, la tierra formada y el sol haciendo sus revoluciones? Y ¿cómo es posible imaginarse al gran Dios admitiendo que sea él el autor del mundo, diciendo, a manera de orden: «Que esto se haga», y seguidamente: «Que tal cosa exista», y realizando un día una obra, al día siguiente otra, y así en el tercer día, y al cuarto, en el quinto y al sexto día; acaba la tarea en ese día descansando al séptimo, como un mal trabajador que, fatigado, tiene necesidad de holganza para restablecerse? Pero no se puede decir que el gran Dios se fatiga, ni que trabaja con sus manos, ni siquiera que da órdenes. Dios no tiene manos, ni boca, ni nada de lo que le atribuyen. Es igualmente falso sostener que el hombre haya sido hecho a imagen de Dios; Dios no tiene forma humana ni la de ninguna otra criatura sensible. Y, como si tal cosa no bastase, le atribuyen explícitamente a Dios ojos, orejas, brazos, corazón, figura, movimiento. Pero todo viene de Dios, mas él en sí no es nada de cualificable: no puede ser aprehendido por la razón, ni expresado por la palabra; él no está sujeto a ningún cambio capaz de determinarlo.
«Pero entonces, objetarán, ¿cómo poder conocer a Dios? ¿Quién me enseñará el camino que conduce a él? ¿Cómo me tornaréis a Dios como algo evidente? Me cubrís los ojos de tinieblas tan espesas que ya nada puedo distinguir». Es verdad; si hacemos a alguien pasar de la oscuridad a la luz plena, no pudiendo soportar el fulgor de los rayos que se desprenden y hieren sus ojos, se imaginan estar ciegos. ¿Cómo, pues, una vez más, confiar en conocer a Dios, y obtener de él la salvación? Siendo Dios demasiado trascendente para que nuestro pensamiento pueda alcanzarlo, insufló su espíritu en un cuerpo semejante al nuestro, y lo hizo descender acá abajo, de modo que pudiéramos recoger sus palabras y sus enseñanzas: eso sostienen los cristianos. Mas, concediendo que el Hijo de Dios sea un espíritu enviado por Dios en un cuerpo humano, no resulta de ahí que él Hijo de Dios sea inmortal, porque no es de la naturaleza de un espíritu el durar eternamente. Visto que el Hijo de Dios murió, habría sido necesario que Dios le insuflase de nuevo el espíritu, lo cual prueba que Jesús no pudo resucitar con su cuerpo, porque repugna a Dios tomar de nuevo un espíritu que él dio, una vez que ése se haya manchado en el contacto con el cuerpo. Se sigue igualmente que el Hijo de Dios haya nacido de una virgen; si Dios quisiese, de hecho, enviar su espíritu acá abajo, ¿por qué iba a tener necesidad de insuflarlo en el vientre de una mujer? Él sabía ya el arte de fabricar hombres, y podía formar un cuerpo a fin de alojar a su espíritu, sin hacerlo pasar por lugar tan lleno de impurezas. Así, haciéndolo descender directamente de lo alto, habría prevenido las objeciones de incredulidad. Es cierto que entre ellos hay quien dice y lo hacen venir súbitamente del cielo a la tierra, evitando así las dificultades de la concepción virginal, el nacimiento y los primeros años: pero cuando acreditan que él no es el que los profetas predecían, sino otro mayor e Hijo de un Dios más alto, ofrecen el flanco a la crítica; ¿cómo se podría entonces probar que un hombre que padeció un tal suplicio sea el Hijo de un Dios, si sus sufrimientos no hubieran sido predichos? Además de eso, ¿qué habrá más extravagante que introducir aquí dos dioses: el Dios justo y el Dios bueno, y dar un hijo a cada uno, que ellos envían a la tierra, e incitar la lucha, en ausencia de los padres, de sus propios hijos, como codornices en combate, porque los padres, viejos, quebrantados, necios, ya no se baten y por ellos se baten sus hijos? Si el espíritu de Dios se hubiese encarnado en un hombre, sería al menos necesario que éste superase a todos los otros en estatura, belleza, fuerza, majestad, voz y elocuencia. Sería inadmisible que aquel que trae en sí sobre todo la virtud divina no se distinguiese de modo insigne de los demás hombres. Pero Jesús nada tenía de más comparado con los demás hombres. Y además, si les damos crédito, era bajo, feo y sin nobleza. Hay más. Si como el Zeus de la comedia al despertar de un largo sueño, Dios quisiese liberar al género humano de sus males, ¿por qué iba a enviar al espíritu que decís a un pequeño rincón del mundo? Era necesario insuflarlo a la vez en muchos cuerpos y enviarlos aquí y allá por toda la tierra. El poeta cómico, para hacer reír a su público, muestra a Zeus al despertar enviando a Hermes a los atenienses y a los lacedemonios. La idea de enviar el Hijo de Dios a los judíos, ¿no es para suscitar la risa? ¿Por qué sólo a los judíos? ¿Por qué a esa nación grosera, miserable, semidisuelta, mientras tantos otros pueblos eran más dignos de la atención de Dios: los caldeos, los magos, los egipcios, los persas, los hindúes, tantas naciones venerables y verdaderamente animadas por el espíritu de Dios? ¿Cómo ignoraba ese Dios omnisciente que enviaba a su hijo a unas manos que iban a cometer un nuevo crimen condenándolo? ¿Qué alegan aquí a guisa de defensa? La secta de los cristianos que introduce un segundo Dios, diferente al Dios de los judíos, nada tiene que decir; pero los que reconocen al mismo Dios preferirán esta gran frase acentuada con el cuño de una gran profundidad: «Era preciso que aquello sucediese». ¿Y por qué entonces? Porque otrora tal cosa predijeron los profetas. Pero ¡qué! El oráculo de la Pitia, el de Dodona, el de Claros, el de los Bránquidas, el de Amón y tantos otros, cuyas advertencias aprobaron casi todas las tierras y colonias, no tienen ningún peso en opinión de los cristianos, pero ¡unas pocas palabras, más o menos auténticas, pronunciadas en Judea, como es costumbre en el país y como se puede todavía hoy recoger de boca de las gentes de Fenicia y de Palestina, pasan a parecerles maravillas y verdades indiscutibles! Esos predicadores de Fenicia y de Palestina son de diversas categorías. Muchos, oscuros y sin nombre, sea a propósito de lo que fuera, se ponen a gesticular como poseídos del ardor profético; otros, adivinos ambulantes, recorren las ciudades y los campos, ofreciendo el mismo espectáculo. Nada les es más fácil de decir, y no dejan de hacerlo: «¡Yo soy Dios, soy Hijo de Dios, soy el Espíritu de Dios!, vengo porque el mundo se va a acabar, y vosotros, los hombres, vais a perecer bajo el peso de vuestras iniquidades. Entretanto quiero salvaros y me veréis armado de un poder celeste. ¡Bienaventurado entonces quien me haya reverenciado hoy! Enviaré a todos los demás al fuego eterno, a los de las ciudades y a los de los campos. Los que todavía no saben los suplicios que les aguardan se arrepentirán entonces y han de gemir en vano, en cuanto que los que crean en mí los protegeré por toda la eternidad.,.». A estas predicciones jactanciosas, mezclan palabras de posesos, confusas y absolutamente incomprensibles, a las que ningún sensato podría descubrir su significado, tan oscuras y vacías de sentido son, pero que permiten al primer imbécil impostor llegado apoderarse y apropiarse de las voluntades.
A esos pretendidos profetas, yo oí a más de uno con mis propios oídos, y, después de tenerlos confundidos, los llevé a confesar sus puntos ñacos, que hacían confiar en el azar todo lo que les pasaba por el cerebro. En cuanto a los que se abonan a viejas profecías, se verán en grandes apuros para justificar todas las cosas absurdas que atribuyen a Dios. No se puede creer, en efecto, que Dios pueda hacer sufrir o que autorice el mal. ¡Tampoco es admisible que se diga que Dios come carne de oveja, beba hiel o vinagre y otras cosas de la misma especie! ¿Sólo porque los profetas predijeron que el gran Dios, para no citar más, sería esclavo, enfermo y que moriría, debe seguirse necesariamente que Dios debe padecer la esclavitud, la enfermedad y la muerte, por la simple razón de que eso había sido predicho? ¿Convenía que él justificase su divinidad muriendo? No; no cabía a los profetas predecir nada semejante, porque tal cosa es un mal y una impiedad. No hay que preocuparse de si una cosa fue o no vaticinada, sino si es digna de Dios y buena por sí misma: porque lo que es malo e indigno de Dios, aunque todos los hombres en un arrebato colectivo de locura lo hubiesen vaticinado, no debe confiarse en ello. Ahora bien, es muy simple responder a la pregunta de si lo que se cuenta de Jesús, en la hipótesis de ser él Dios, está de acuerdo con la piedad. Una última observación se impone: suponiendo que Jesús, en conformidad con los profetas de Dios y de los judíos, fuese el hijo de Dios, ¿cómo es que el Dios de los judíos les ordenó, por medio de Moisés, que procurasen las riquezas y el poder, que se multiplicasen hasta llenar la tierra, que masacrasen a sus enemigos sin perdonar siquiera a los niños y exterminar toda la raza, lo que él mismo hace ante sus propios ojos, tal como cuenta Moisés? ¿Por qué los amenaza él, si desobedecieron sus mandamientos, de tratarlos como enemigos declarados, mientras que el Hijo, el Nazareno, formula preceptos completamente opuestos: el rico no tendrá acceso hasta el Padre, ni el que ambiciona el poder, ni el que ama la sabiduría y la gloria; no nos debemos inquietar con las necesidades de subsistencia más que los cuervos; es necesario preocuparnos menos de la vestimenta que los lirios; si os diesen una bofetada es preciso aprestarse a recibir una segunda? ¿Quién miente entonces: Moisés o Jesús? ¿Será que el Padre, cuando envió al Hijo, se olvidó de lo que le había dicho a Moisés? ¿Habrá cambiado de opinión, renegando de sus propias leyes y encargando a su heraldo el promulgar otras completamente contrarias? Se conoce, por lo demás, qué idea baja y grosera tienen ellos de Dios, atribuyéndole órganos corporales, inclinaciones y pasiones puramente humanas, incapaces según son de concebir lo que es puro e indivisible con el esfuerzo del pensamiento. Después de la muerte, ¿adonde esperan ir? -Para una tierra mejor que ésta- Es verdad que los hombres divinos de los viejos tiempos hablaron de una vida de felicidad reservada a las almas de los bienaventurados. A esa morada futura, la llaman unos Islas Afortunadas, y otros los Campos Elíseos, porque allí estaremos libertados de los males de acá abajo. El mismo Homero dice: «Los inmortales te enviarán para el extremo del mundo, para los Campos Elíseos, donde la vida es apacible». También Platón, que defiende la inmortalidad del alma, llama al lugar para donde el alma es enviada, una tierra, en este pasaje: «La tierra es inmensa y nosotros sólo habitamos esta pequeña parte que se extiende desde las márgenes del Faso hasta las columnas de Hércules, viviendo en derredor del mar como hormigas, o como ranas alrededor de un pantano. Pero hay otros pueblos que habitan en otras regiones semejantes. En toda la superficie de la tierra hay, en efecto, depresiones de grandeza y configuraciones variadas donde se juntan las aguas, las nubes y el aire polucionado, mientras la tierra en sí está situada en el mundo celeste, en el éter... Confinados en algunos pliegues de la tierra, creemos habitar en las alturas tomando el aire por el cielo». No es dado a todo el público penetrar bien en el pensamiento de Platón. Para ello es preciso comprender bien los puntos en que él pone énfasis. Nuestra flaqueza y nuestro peso nos impiden elevarnos a las cimas del aire; si alguien, en efecto, llegase a la cima o pudiese volar con alas, vería entonces, al erguir la cabeza, lo que es la tierra verdadera desde allá arriba. Y si su naturaleza fuese capaz de soportar esa contemplación, reconocería que allí está el cielo verdadero, la verdadera luz, la verdadera tierra. Los cristianos no podrán comprender esto; creerían que se trataba de una tierra semejante a la nuestra, donde sólo se podría vivir con cuerpos semejantes a los nuestros. De ahí les viene esa ridicula idea de la resurrección de los cuerpos, inspirada igualmente en lo que habían oído decir sobre la metempsicosis. En este punto, cuando los llevamos aparte y los confundimos, vuelven siempre a la carga, como si no les hubiésemos replicado siempre con la misma pregunta: «Si nuestro cuerpo no resucita, ¿cómo podríamos conocer y ver a Dios? ¿Cómo podríamos llegar hasta él?». A lo que parece, se imaginan que Dios está en algún lugar en donde podemos encontrarlo familiarmente. Esperan ver a Dios con los ojos corporales, oír su voz con sus orejas carnales, tocarlo con sus manos. Mas, por Zeus, si queréis dioses con forma humana, dioses que se dejen ver claramente y sin ilusión, id a los santuarios de Trofonios, de Anfiarao y de Mopso: allí podréis satisfaceros. Allí veréis a los dioses que deseáis, no una vez y de paso, como visteis a aquel que os engañó, sino permanentemente: allí encontraréis a dioses que siempre están allí para quienes quieran conversar con ellos.
Preguntarán incluso: «Si Dios escapa a nuestros sentidos, ¿cómo podremos conocerlo, cómo de un modo general se puede conocer una cosa sin la ayuda de los sentidos?». Esto no es en modo alguno el lenguaje de un hombre ni de un espíritu, sino el grito de la carne. Que escuchen todavía, si son capaces de comprender, por más viles y carnales que sean. Si, imponiendo silencio a vuestros sentidos, eleváis el espíritu, y, alejándoos de la carne, abrís los ojos del alma, solamente entonces veréis a Dios. Pero si os procuráis un buen guía para abriros la vía del conocimiento divino, primeramente tened cuidado en huir de los impostores, de los introductores de ídolos, a fin de evitar ese exceso de ridículo que consiste en blasfemar y en llamar ídolos a los otros dioses, mientras adoráis a un personaje más miserable que los ídolos, más aún, inferior a cualquier ídolo, un mero muerto, y le atribuís un padre digno de él. ¡Y el charlatanismo de vuestros maravillosos directores os dictan fórmulas divinas dirigidas al León, al Cangrejo, al demonio de cabeza de burro, y a todos los demás porteros celestes, cuyos nombres aprendéis con tanto esfuerzo, para no sacar ningún provecho, oh infelices! Además de ser maltratados y puestos en la cruz. ¿Queréis por el contrario buenos guías? Dirigios a los viejos poetas divinamente inspirados, a los sabios, a los filósofos y a Platón, el maestro más capaz de esclareceros en esa materia. Él escribió en su Timeo: «En cuanto al universo, al que llamamos cielo o mundo, o cualquier otro nombre, es preciso primeramente, como para todas las cosas en general, considerar si existe desde siempre, o si nació y tuvo un comienzo. El mundo nació, porque es visible, tangible y corporal... y todo lo que nació debe necesariamente venir de alguna causa. Mas es difícil encontrar el autor y el padre del universo, e imposible, después de haberlo encontrado, tornarlo evidente a toda la gente». Veis cómo hombres divinos buscan el camino de la verdad para darnos una idea que representase el ser primero e inefable, bien deduciéndolo a partir de todos los demás entes, ya componiéndolo, ya separándolo, bien por analogía, para hacer concebir lo que de otro modo no se puede expresar, si yo quisiese iniciaros en tales enseñanzas; me sorprendería de que pudieseis seguirme, tan esclavizados estáis a la carne, sin ojos para lo que es puro. Más todavía: existe distinción entre el ser y el devenir, lo inteligible y lo visible. La verdad se refiere al ser, el error al devenir. La verdad es objeto de la ciencia; una mezcla de verdad y de error es objeto de la opinión. El conocimiento es relativo a lo inteligible, la vista a lo visible. El entendimiento percibe lo inteligible, el ojo lo visible. Por tanto, tal como en la esfera de las cosas visibles, el sol no es ni el ojo ni la visión, sino la causa sin la cual el ojo no ve, la visión no se realiza, los objetos visibles no son percibidos, ninguna cosa sensible existe, y el propio sol no puede ser contemplado; igualmente en la esfera de las cosas inteligibles, lo que no es ni entendimiento, ni conocimiento, ni ciencia, es todavía la causa que hace que el entendimiento conozca, que el acto del conocimiento se efectúe y que la ciencia se realice; la causa que hace que todos los seres inteligibles, la verdad, el propio ser, existan, si bien el ser en sí se encuentra por encima de todas las cosas, siendo inteligible por un cierto poder inefable. Hablo para hombres dotados de cierto sentido de espiritualidad. En cuanto a vosotros, si comprendéis alguna cosa, tanto mejor para vosotros. Si os agrada creer que algún espíritu vino de parte de Dios para enseñar la verdad divina, ése será sin duda el que reveló estas grandes ideas, el espíritu que llena las almas de los sabios del pasado y que por sus bocas esparció tan brillantes lecciones. Mas si no podéis alcanzar estas alturas, permaneced sosegados y mudos, disimulad vuestra ignorancia y no digáis que los clarividentes son los ciegos, que los que corren son los cojos, marchitos y cojos que sois respecto al alma y vivos solamente para el cuerpo; quiero decir, vivos solamente para aquello que de perecedero existe en el hombre. Si tenéis tan gran voluntad de innovación, ¡cuánto mejor os habría sido escoger para deificarlo a alguno de los que murieron valientemente y que son dignos del mito divino! Si os repugna escoger a Hércules, a Esculapio o a alguno de los viejos héroes que ya son honrados con un culto, tenéis a Orfeo, poeta inspirado que nadie discute y que pereció de muerte violenta. Diréis quizá que no era digno de ser escogido. Sea; pues ahí tenéis a Anaxarco, quien metido en la máquina de la tortura, mientras le magullaban cruelmente, se burlaba del verdugo: «Atormentad, atormentad el físico de Anaxarco, porque a él mismo no le tocaréis!», palabras llenas de espíritu divino. Aquí todavía hay físicos que lo escogieron por maestro; y esto podría teneros prevenidos. ¿Por qué no escogéis entonces a Epicteto? Mientras su señor le retorcía una pierna, le dijo calmoso y sonriente: «Vais a partirla», le decía; y habiéndole partido la pierna efectivamente: «Ya os decía yo que ibais a partirla». ¿Qué dijo vuestro Dios de semejante en medio de su tormento? Y ¿por qué no escogisteis a la Sibila, ya que algunos de entre vosotros reconocéis su autoridad? Habríais tenido mejores razones para llamarla hija de Dios. Os contentasteis con introducir a izquierda y derecha, fraudulentamente, innumerables blasfemias en sus libros sibilinos, y tomáis como dios a un personaje que acabó con una muerte miserable una vida infame. Habríais hecho mejor en elegir a Jonás, que salió sano y salvo del vientre de un gran pez; a Daniel, que escapó indemne de las fieras, o a otro cualquiera de los que nos contáis cosas todavía más exquisitas.
He aquí ahora uno de sus preceptos: no debemos contestar con ultrajes. «Si os golpearan en una mejilla, ofreced incluso la otra.» Es una vieja máxima ya dicha y mucho mejor antes de ellos. Sólo la vulgaridad de la fórmula les pertenece. Escuchad a Platón, haciendo conversar entre sí a Sócrates y a Critón: «Es entonces un deber absoluto el no ser injusto jamás? -Sin duda. -Si es un deber absoluto el no ser nunca injusto, ¿lo es también el no serlo nunca, incluso para quien lo fue con nosotros, diga el vulgo lo que quisiera? -Es exactamente ésa mi opinión. -Y entonces, qué, ¿será permitido hacer mal a alguien o no? -No lo es, en verdad, oh Sócrates. -Entonces, devolver mal por mal, ¿será justo, como pretende el vulgo, o injusto? -Enteramente injusto: porque obrar mal y ser injusto es la misma cosa. -Sin duda. -Así pues, es obligación sagrada jamás pagar injusticia con injusticia, o mal con mal». Así habla Platón, e incluso añade: «Reflexiona bien, y mira si estás realmente de acuerdo conmigo, y si podemos establecer, partiendo de este principio, que en ninguna circunstancia está permitido jamás ser injusto, ni pagar injusticia con injusticia, o mal con mal; o bien, si piensas de diferente manera, interrumpe la discusión ya, puesto que yo pienso como otrora». Tales eran las máximas de Platón, y los hombres que de ellas antes vivieron no tuvieron otras diferentes. Mas ya basta respecto a este punto y otros semejantes en los que ellos se revelaron plagiadores poco hábiles. Quien quisiera analizar el asunto con más detalle podrá hacerlo fácilmente.
Desprecio a otras prácticas religiosas. Sobre templos e imágenes.
Vamos a tratar de otro asunto. Los cristianos no pueden soportar la vista de templos, de altares ni de estatuas. Tienen esto en común con los escitas, con los nómadas libios, con los seros que no tienen Dios, y con las naciones más salvajes. Los persas comparten ese mismo sentimiento, como Heródoto nos revela en este pasaje de su Historia: «Sé de buena fuente que entre los persas la ley no permite erguir altares, templos, estatuas: se considera locos a quienes lo hacen. Y, según parece, porque piensan que no se podría atribuir a los dioses ni un origen ni una forma humana, como hacen los griegos». Y a este propósito escribe en cierta ocasión Heráclito: «Dirigir ofrendas a imágenes sin saber lo que son los dioses y los héroes vale tanto como hablar con las piedras». ¿Qué enseñan ellos más sabio, sobre este asunto, que este pensamiento de Heráclito? Éste en suma deja entender que es absurdo dirigir ofrendas a estatuas, a menos que se sepa lo que son los dioses y los héroes. Tal es su pensamiento. Pero los cristianos reprueban en absoluto cualquier imagen. ¿Será porque la piedra, la madera, el bronce o el oro, utilizados por el primero que llega, no pueden ser un dios? ¡Bello descubrimiento en verdad! ¿Quién, pues, a menos que sea un simple, podría creer que ésos son dioses y no objetos consagrados a los dioses o imágenes que los representan? Si los cristianos piensan que no se pueden admitir imágenes divinas, porque Dios, como también opinan los persas, no tiene forma humana, se contradicen de forma estrepitosa, ellos que declaran, por otra parte, que Dios hizo al hombre a su propia imagen y que le dio una forma parecida a la suya.
Sucede que admiten de verdad que las estatuas son erguidas en honra de ciertos seres que se les asemejan más o menos; pero los seres, a quienes las consagran no son dioses, son demonios; ahora bien, quien adora a Dios, no debe prestar culto a los dáimones o demonios. En primer lugar, les preguntaré: ¿por qué estaría prohibido honrar a dáimones? ¿Será que no todas las cosas son gobernadas según la voluntad de Dios? ¿Será que toda la providencia no depende de él? ¿Será que todo lo que se hace en el mundo, sea por obra de un Dios, sea por medio de ángeles, sea por medio de dáimones (demonios), o por medio de héroes, no está ello reglamentado por las leyes del Dios supremo? ¿Será que no fue él quien promovió a cada función particular a cada uno de esos seres que escogió e invistió del poder correspondiente? Será por lo tanto justo que quien adora a Dios venere también a los seres en los cuales él delegó el gobierno de las cosas de acá abajo. Lo que a esto responden los cristianos es que «es imposible servir a dos señores al mismo tiempo». Palabras de facciosos que quieren hacer grupo aparte y separarse del común de la sociedad. Los que así se expresan atribuyen a Dios sus propios prejuicios. Entre los hombres, de hecho, existe algún derecho a decir que quien sea servidor de un señor no puede serlo de otro; porque el servicio prestado al segundo sería en detrimento del servicio prestado al primero. Así, cuando primeramente nos vinculamos a alguien, no nos podemos entregar ya a otro, y el servicio prestado a diferentes héroes de ese género es condenable por el prejuicio que acarrea a cada uno de ellos.
Pero, en lo que a Dios respecta, a quien ni prejuicio ni afrenta pueden alcanzar, es absurdo juzgar como si de un hombre se tratase, de héroes o de otros dáimones, y tener escrúpulos en servir a varios dioses al mismo tiempo «lejos de hacer sombra al gran Dios, es por el contrario, puesto que se sirve a alguno de los seres que dependen de él, agradarle ». Nadie tiene derecho a homenajes, si Dios no le dio tal privilegio; y en consecuencia, honrar y adorar a todos los que están subordinados a Dios, no es desagradar a Dios, que a todos los mantiene bajo su dependencia. Por lo tanto, quien, hablando de Dios, declara que hay sólo un ser al que se debe el nombre de «Señor», es un impío que divide el reino de Dios e introduce en él la sedición, como si hubiese dos partidos opuestos, como si Dios tuviese delante de sí un rival para hacerle frente.
Incluso si esa gente sirviese a un solo señor, podrían tal vez invocar contra los otros razones bastante fuertes: pero no; les vemos honrar con un culto hiperbólico a ese personaje que recientemente apareció en el mundo, y ellos no piensan que ofenden a Dios al hacerse servidores de su ministro. Puesto que además de a Dios, ellos adoran a su Hijo, se deduce que, según reconocen, es preciso adorar no solamente a un Dios, sino igualmente a sus ministros. Y si os tomáis el trabajo de demostrarles que en modo alguno éste es especialmente Hijo de Dios, más que todos los hombres en general, quienes por Padre tienen a ese Dios, a quien sólo propiamente se debería adorar, no lo admitirán, y querrán adorar al mismo tiempo al jefe de su facción, al que llaman «el Hijo de Dios», no para honrar a Dios con más piedad, sino para engrandecer desmedidamente su personalidad. Para probar que no les atribuyo ninguna idea que les pertenezca, me serviré de sus propias palabras. En el «Diálogo Celeste» hablan en cierto momento en el sentido de los siguientes términos: «Si el Hijo de Dios es más poderoso que su Padre, y si el Hijo del hombre es al mismo tiempo su propio Señor, ¿quién a no ser el Hijo del hombre manda en el Dios que gobierna el mundo? ¿Por qué tanta gente al borde del pozo y por qué no desciende allí nadie? ¿Por qué después de tanto camino recorrido os falta el coraje? -Te engañas, tengo corazón y una espada». ¿No se ve plenamente aquí el fondo de su pensamiento? Hacen del Dios celeste una persona distinta, padre del que concuerdan en ponerse a adorar, y a continuación, cobijados bajo el nombre del gran Dios, está su jefe, el Hijo del hombre, el único al que adoran, atribuyéndole la supremacía y soberanía sobre el Dios que todo lo gobierna. De ahí que les parezca que no sea preciso servir a dos señores, a fin de que su facción sea más favorable a su maestro. La aversión de los cristianos a los templos, las estatuas y los altares es como el signo y la señal de reunión, misteriosa y secreta, que entre sí intercambian. Su rechazo a participar en las ceremonias públicas se asienta en la misma concepción errada de la divinidad. A pesar de la diversidad de nombres que se le da y de la variedad de ceremonias con las que se procura rendirle homenaje, Dios es el Dios común a todos los hombres; es bueno, sin necesidades, incapaz de envidia. ¿Qué impide pues que los que le son más devotos tomen parte en las fiestas públicas, se sirvan las carnes consagradas y que participen en los banquetes en honra de los ídolos, sí esos ídolos nada son; qué mal hay en sentarse con toda la gente en el festín sagrado? Mas si son seres divinos, está fuera de duda que pertenecen también a los dioses, y que es necesario confiar en ellos, ofrecerles sacrificios, según las leyes establecidas, dirigirles preces para granjearnos su benevolencia. Si es por respeto a las tradiciones de sus padres por lo que se abstienen de la carne de ciertas víctimas, como de las que hablamos, entonces también deberían abstenerse rigurosamente de todos los animales, como Pitágoras, que creía de ese modo honrar a la vida y a sus órganos. Pero si es, como dicen, para no sentarse a la mesa de los demonios, me pasmo de su sorprendente sabiduría que los hace apercibirse, sólo entonces, de que viven de la mesa de los demonios, y sólo recelan de ello cuando tienen ante sus ojos víctimas inmoladas, como si el pan que comen, el vino que beben, los frutos que saborean, el agua con que se sacian, el propio aire que respiran, todas esas cosas no estuviesen cada una de ellas bajo la tutela de ciertos dáimones o demonios, que les están especialmente adscritos y que les es forzoso recibir.
En efecto, el aire y la tierra están llenos de dáimones, ministros y servidores del Gran Dios, encargados de gobernar en su nombre la naturaleza entera y la vida del hombre, capaces de ayudar o de perjudicar. Dos vías se presentan: o es preciso renunciar por completo a vivir y no venir al mundo; o, visto que fuimos echados acá abajo en estas condiciones, dar gracias a los demonios encargados de presidir las cosas de la tierra, ofrecerles preces y primicias, mientras vivamos, a fin de tornárnoslos favorables. En efecto, mientras un simple sátrapa, gobernador, pretor o procurador del rey de Persia o del emperador romano, y hasta aquellos que, en un plano inferior de jerarquía, ejercen los menores oficios y los más ínfimos empleos, tienen la facultad de castigar rigurosamente a los que no les prestan homenaje, ¿será plausible que los demonios, esos sátrapas y ministros del aire y de la tierra, estén desarmados contra quien les ultraja? Los judíos y los cristianos admiten tal como nosotros la existencia de esos ministros del Gran Dios y les presentan homenaje a su manera. Toda la diferencia entre ellos y nosotros reside en los nombres que les conferimos. Si se designan con vocablos bárbaros, se deduce que esos ministros tienen algún poder; nombrarlos en griego o en latín, y entonces cesan de tener poder. Vedme, dice uno de ellos para justificarse, erguido ante una estatua de Zeus, de Apolo, o de cualquiera de vuestros dioses, lanzándoles injurias a la cara o golpeándoles con mi bastón. ¡No os vemos tomar venganza! ¿No ves pobre hombre, que también hay quien insulta a la cara a tu demonio, o incluso no se contenta con injuriarlo? Te proscriben de toda la tierra y de los mares, y tú mismo, que eres como una estatua viva consagrada a tu Dios, eres arrastrado y clavado en una cruz. ¿El demonio, o daimon, o como dices, el Hijo de Dios, se venga acaso más por eso? ¡Tú, tú te burlas e insultas a las estatuas de esos dioses. Pero si hubieses ultrajado a Dionisos o al mismo Hércules cara a cara, no te habría salido sin duda tan bien! Pero a tu Dios lo agarran en persona, lo clavan a la cruz y lo torturan, pero los torturadores jamás sufrieron el menor daño. Y, recíprocamente, desde aquel día, en el transcurso de un largo período de tiempo, jamás se vio que favor alguno premiase a los que acreditasen que ese personaje no era un simple mago, sino el Hijo de Dios. ¿Qué decir de quien lo envió al mundo con instrucciones? ¿El mensajero fue cruelmente castigado y consigo llevó para nada su mensaje, y desde hace mucho tiempo su Padre aún no tomó ninguna venganza? ¿Podrá un padre hasta tal punto ser desnaturalizado? Mas, decís, Jesús quería aquello que sucedió y si sufrió ese exceso de ultrajes, es porque tal era su voluntad. Pero de esos dioses que tú insultas, yo podría decir la misma cosa, y, por esa razón, por la que ellos soportan tus blasfemias. Porque no es preciso ver diferencias donde no las hay. Y al menos vuestros dioses saben por lo menos castigar a sus blasfemadores, obligándolos a esconderse y a perecer si son atrapados. ¿Será necesario, finalmente, recordar acerca de esos dioses todos los oráculos dados por los profetas, por las profetisas y tantos otros personajes, hombres o mujeres divinamente inspirados? ¿Cuántas palabras maravillosas salidas del fondo del santuario? ¿Cuántas cosas no revelaron las inmolaciones y los sacrificios a quienes a ellas recurrieron? ¿Cuántas cosas fueron descubiertas por otros signos milagrosos? ¡Cuántas personas a su vez son favorecidas con apariciones esclarecidas! No hay vida humana donde tal fenómeno no exista. ¡Cuántas ciudades reconstruidas, cuántas ciudades liberadas de la peste o del hambre, gracias a los oráculos! ¡Cuántos por menospreciarlos u olvidarlos perecerán miserablemente! Atendiendo a la voz de los oráculos, ¡cuántas colonias se fundaron, y por obedecer el oráculo, se tornaron florecientes! ¡Cuántos príncipes, cuántos particulares vieron su situación mejorar o empobrecer según el caso que hicieron de los oráculos! ¡Cuántas personas, desoladas por no tener hijos, vieron sus deseos cumplidos! ¡Cuántos pudieron escapar a la cólera de los demonios! ¡Cuántos paralíticos se curaron! E, inversamente, ¡cuántos, por haber violado el respeto debido a los santuarios, fueron inmediatamente castigados! Unos fueron acometidos de demencia seguidamente; otros confesaron por sí mismos sus propios crímenes; unos se suicidaron, otros fueron presa de dolencias incurables. A veces se vio incluso a algunos fulminados por una voz temible salida del fondo del santuario.
Como tú, mi buen amigo, que crees en los castigos eternos, los exégetas, los telestas y los mistagogos de nuestros misterios creen igualmente. De la misma manera que tú amenazas a otros, también otros te amenazan a ti. La cuestión está en saber quién de entre vosotros tiene la razón, es decir, la verdad de su lado. Porque, en lo que toca a vuestros discursos, tú y los otros cristianos, igualmente reivindicáis el derecho a hablar como lo hacéis. Pero, si es preciso recurrir a pruebas, presentan un gran número provenientes de prodigios realizados por diversos demonios y de las respuestas de todo tipo ofrecidas por los oráculos. Es verdad que ninguno de ellos se atreve a déclarar que el hombre, una vez muerto, renacerá entero de sus cenizas. ¿Qué cosa habrá más absurda que vuestro dogma de la resurrección? Esperáis y deseáis que vuestro cuerpo resucite tal como es, como si no tuvieseis nada mejor y más precioso: ¡y en seguida lo exponéis a los suplicios como una cosa vil! Pero tales hombres, apasionados por tales ideas y subyugados también al cuerpo, no merecen que se discuta con ellos este asunto. Son personas groseras e impuras que, contra toda razón, tienen la cabeza enloquecida por sus ideas sectarias. En cuanto a los que creen en la inmortalidad del alma o del principio pensante, cualquiera que sea el nombre que les agrade darle, esencia espiritual, espíritu inteligible, santo y bienaventurado, alma viva, vástago celeste e incorruptible de una naturaleza divina e incorporal, con ésos se puede dialogar, a Dios gracias. Ellos al menos son santos, al confiar en la felicidad futura de quienes hubieran vivido bien, y en el castigo eterno de los malvados: es un dogma que ni ellos ni nadie jamás debe olvidar. Pero, visto que los hombres nacieron con un cuerpo, bien por así exigirlo la economía universal, bien como expiación de sus faltas, bien debido a las pasiones que sobrecargan el alma y la mantienen pegada acá abajo hasta que se haya purificado en el decurso de diversas evoluciones anticipadamente prefijadas; puesto que es necesario, según Empédocles, que durante tres veces diez mil años el alma, cambiando de forma con el devenir del tiempo, ande errante lejos de la morada de los bienaventurados, hay motivos para creer que los hombres están bajo la custodia de ciertos seres superiores, encargados de cuidar de su prisión. Desde ahora sólo tiene dos caminos: o rehusar seguir las ceremonias públicas y rendir homenaje a los que las presiden; visto que renuncian a la toga viril, a casarse, a ser padres, a cumplir las funciones de la vida, que se marchen todos juntos para bien lejos de aquí, sin dejar el menor descendiente, y que la tierra sea expurgada de esta canalla. Y el otro camino es que, si quieren casarse, tener hijos, comer los frutos de la tierra, participar de las cosas de la vida, tanto de sus bienes como de sus males, es necesario que presten las honras debidas a los que están encargados de administrarlo todo. Es necesario que se enfrenten a todos los deberes de la vida, hasta que estén libres de los lazos que les ata a ella: de otro modo serían especialmente ingratos para con esos seres superiores, porque es injusto participar de los bienes de que disponen y no prestarles a cambio ningún homenaje. Todo aquí abajo, hasta las más pequeñas cosas, está confiado a las manos de algún poder. Las creencias de los egipcios así lo testimonian. Según ellos, treinta y seis dáimones, demonios, o dioses del aire, se reparten el cuerpo del hombre en treinta y seis partes. Ellos saben los nombres de esos dioses en la lengua del país. Son: Chnuman, Chachuman, Cnath, Sicath, Bio, Erú, Erebú, Rhamanor, Reianoor y otros, que tienen nombres egipcios. Es invocando a estos dioses como se curan las dolencias de cada una de las partes del cuerpo. ¿Qué os impide entonces prestar un pequeño homenaje a estos dioses y a los otros, si se prefiere la salud a la enfermedad, una vida feliz a una vida miserable, si se prefiere estar a cubierto de cautiverios y suplicios en la medida de lo posible? Es siempre importante no exagerar la realidad. Es precioso cuidado, al entregarnos a esas prácticas, no aproximarnos en exceso, no absorbernos en la preocupación del cuerpo, olvidando o haciendo tabla rasa de cuidados más elevados. En este punto, conviene tal vez dar crédito a los sabios, que nos dicen que la mayor parte de los demonios se complacen en las cosas perecederas, son ávidos de la sangre y el humo de los sacrificios, apegándose a conceptos y placeres semejantes, sin ser capaces de nada mejor que curar cuerpos, predecir el futuro a los hombres y a las ciudades, sin saber o poder hacer nada que sobrepase la vida mortal. Es preciso honrar a esos seres porque es útil. Más y mejor aún es creer que a los demonios nada les falta, de nada necesitan, pero que se alegran con los sentimientos que les testimoniamos. Apeguémonos a este principio: jamás, de ningún modo, es preciso abandonar a Dios, ni de noche, ni de día, ni en público ni en privado. Debemos continuamente, bien con nuestras palabras, bien con nuestras acciones, e incluso cuando ni hablamos ni obramos, mantener nuestra alma dirigida hacia Dios. Puesto esto, ¿qué mal hay en procurar atraer la benevolencia de los que de Dios recibieron su poder, y, en especial, de los reyes y los poderosos de la tierra? Pues no fueron elevados al lugar que ocupan sin la intervención de la voluntad divina. ¡Ah! Sin duda, si se tratase de obligar a un hombre piadoso a cometer alguna acción impía o a pronunciar alguna palabra vergonzosa, él tendría razón para soportar mil torturas a preferir hacerlo; pero tal no es el caso, cuando os mandan celebrar al Sol, o cantar un bello himno en honor a Atenas. Son formas de piedad y no podrá nunca haber en eso demasiada piedad. Admitís a los ángeles; ¿por qué no admitís a los dáimones, demonios, o dioses subalternos? Si los ídolos nada son, ¿qué mal habrá en participar en estas fiestas públicas? Si hay demonios, ministros de Dios todopoderoso, ¿no será preciso que los hombres píos les presten homenaje?
Pareceréis efectivamente tanto más honrar al Gran Dios, cuanto mejor glorificárais a esas divinidades secundarias. Al aplicarse también a todas las cosas, la piedad gana en perfección. Suponed que os ordenen jurar por el jefe del Imperio. No hay ningún mal en hacer tal cosa. Porque es entre sus manos en donde fueron colocadas las cosas de la tierra, y es de él de quien recibís todos los bienes de la existencia. Conviene atenerse a la antigua frase: «Es necesario un solo rey, aquel a quien el hijo del artificioso Saturno confió el cetro». Si procuráis minar este principio, el príncipe os castigará, y razón tendrá; es que si todos los demás hiciesen como vosotros, nada impediría que el emperador se quedase en solitario y abandonado y el mundo entero se tornaría presa de los bárbaros más salvajes y más groseros. No existiría en breve ninguna señal de vuestra hermosa religión, y lo mismo acontecería a la gloria de la verdadera sabiduría entre los hombres. No esperáis, supongo, que los romanos abandonen, para abrazar vuestra fe, sus tradiciones religiosas y civiles, e invoquen a vuestro Dios, el Altísimo o cualquier otro nombre con que lo denomináis, a fin de que desde el cielo combata por ellos, de modo que no tengan necesidad de ninguna otra ayuda. Porque este mismo Dios, según decís, había en otro tiempo prometido las mismas cosas y aún más extraordinarias a sus fieles. Ahora veis qué servicios prestó a los judíos y a vosotros mismos. Aquéllos, en vez del Imperio del mundo, ni siquiera tienen un hogar ni terruño propio. Y, en cuanto a vosotros, si hay aún cristianos errantes y escondidos, procuran aplicarles la pena capital. No se puede tolerar oíros decir: «Si los emperadores que hoy reinan, después de dejarse persuadir por nosotros, corrieran a su propio desastre, seduciremos incluso a sus vencedores. Si éstos cayeran igualmente, nos haremos oír por sus sucesores, hasta que todos se nos hayan entregado y sean igualmente exterminados por los enemigos». Sin duda es lo que no dejaría de suceder, a menos que un poder más esclarecido y más previsor os destruya a todos de arriba abajo, antes de perecer por culpa vuestra. Si fuese posible que todos los pueblos que habitan Europa, Asia y África, tanto griegos como bárbaros, hasta los confines del mundo, fuesen unidos por la comunidad de una misma fe, tal vez una tentativa del estilo de la vuestra tuviese probabilidades de éxito; pero eso es pura quimera, dada la diversidad de las poblaciones y de sus costumbres. Quien pone en su mente semejante designio muestra por eso mismo que es ciego. Apoyad al emperador con todas vuestras fuerzas, compartid con él la defensa del derecho; combatid por él, si lo exigen las circunstancias; ayudadlo en el control de sus ejércitos. Por ello, cesad de hurtaros a los deberes civiles y de impugnar el servicio militar; tomad vuestra parte en las funciones públicas, si fuere preciso, para la salvación de las leyes y de la causa de la piedad.
Crítica de los libros "santos":
Pasemos ahora al segundo grupo, al de los cristianos. Les preguntaré de dónde vienen, a qué ley nacional obedecen. No podrán alegar ninguna, porque tienen su origen en los judíos. Fue entre éstos en donde encontraron el maestro y el jefe. Sólo que se separaron de ellos. Dejemos a un lado todo lo que se les puede objetar sobre su maestro. Tomémoslo por una buena persona, pero ¿será el único que fue enviado y no apareció ningún otro antes que él? Si dicen que él fue el único en ser enviado, no será difícil demostrarles que mienten y se contradicen. Cuentan, en efecto, que otros vinieron muchas veces, hasta sesenta y setenta al mismo tiempo, y que habiéndose pervertido, como castigo de su maldad fueron encadenados bajo tierra, en tanto que de sus lágrimas brotaban calientes manantiales. Cuentan también que en el túmulo de su maestro se vio, unos dicen uno, otros dicen dos, para anunciar a las mujeres que él había resucitado; porque el Hijo de Dios, según parece, no tenía fuerza para erguir él solo la losa del túmulo; tenía necesidad de ayuda para removerla. Vino incluso un ángel junto al carpintero, por causa de la gravidez de María, e igualmente otro para advertir a los padres que cogiesen al hijo y huyesen lo más deprisa posible. ¿Habrá necesidad aquí de citar todos los que fueron enviados antes a Moisés y a otros? Ahora bien, si otros fueron enviados, síguese que Jesús también lo fue, por el mismo Dios. Concedamos, si se quiere, que él lo había sido para un objetivo más elevado, para redimir algún pecado de los judíos, culpados de corromper la religión o de cualquier otra maldad del género, como los cristianos dan a entender; no es menos cierto que él no fue el único en ser enviado a los hombres; que hasta los que, en nombre de la doctrina de Jesús, abandonaron el demiurgo como un Dios subalterno y reconocieron como un Dios superior al padre del Mesías, no dejaron todavía de reconocer que, antes de Jesús, el demiurgo había enviado a otros varios a los hombres. Ellos y los judíos reconocen, por tanto, al mismo Dios. Los de la gran Iglesia lo reconocen abiertamente y tienen por verídicas las tradiciones de los judíos sobre el origen y la formación del mundo, los seis días de la creación y el séptimo en que Dios descansó, el nombre del primer hombre, el orden genealógico de sus descendientes, las querellas y disensiones entre los hermanos, y la entrada y residencia en Egipto, así como el éxodo de este país. Resulta todavía difícil de creer que entre los cristianos, unos confiesan tener el mismo Dios que los judios; otros lo niegan, pues afirman que el que envió al hijo es un Dios opuesto al primero. Conozco igualmente muchas otras divisiones y sectas entre ellos: los sibilistas, los simonianos, y, entre éstos, los helenianos del nombre de Helena o de Helenos, su maestro; los marcelinianos, de Marcelina; los carpocratianos, salidos unos de Salomé, otros de María, otros de Marta; los marcionistas nútrense de Marción; otros incluso se imaginan unos a tal demonio, otros a tal maestro, aquéllos a tal otro, y se sumergen en espesas tinieblas, se entregan a desdenes peores y más ultrajantes aún para la moral pública que aquellos que, en Egipto, practican los compañeros de Antínoo. Se injurian hasta la saciedad los unos a los otros con todas las afrentas que les pasan por las mentes, rebeldes a la menor concesión en son de paz, y están animados de un mutuo odio mortal. Todavía, estos hombres encarnizados los unos contra los otros, intercambiándose los más encarnizados ultrajes, tienen todos en la boca las mismas palabras: «El mundo fue crucificado por mí y yo soy por el mundo...». Examinemos, a pesar del despecho de la falta de fundamentos serios en su doctrina, el contenido de lo que se proclama. Fijémonos por lo demás en esos restos de sabiduría que recogieron y, por ignorancia, estropearon, pues tienen la cabeza llena de principios que no comprendieron ni siquiera en su primera palabra. He aquí cómo hablan. Todo esto fue dicho y mucho mejor por los griegos, sin esa afectación y ese tono profético, como si se hablase en nombre de Dios y de su Hijo. El sumo bien, escribió Platón, no es un conocimiento que se pueda transmitir por palabras. Es después de un largo trato y una meditación asidua cuando él brota súbitamente como una chispa y se torna en alimento para el alma y la sostiene por sí solo y sin otra ayuda... Si acreditase que esta ciencia podía ser enseñada al pueblo por escritos o palabras, ¿qué más bella ocupación podría yo dar a mi vida que escribir sobre cosa tan útil a los hombres y exponer su naturaleza a plena luz para todos? Mas creo que tales enseñanzas sólo convienen al pequeño número de los que, con leves indicaciones, saben descubrir por sí mismos tales enseñanzas. Porque, en lo que respecta a la gran mayoría, se ha de llegar a esta conclusión: llenos de un inicuo desprecio por los demás humanos e inflados con una injusta y vana confianza en sí mismos, imaginarían, cada vez que enunciasen una cosa, poseer conocimientos maravillosos. Y Platón, aunque había enseñado lo que es útil saber, no impregnó sus fibros de prodigios, ni tapa la boca a los que quieren averiguar lo que él promete, ni ordena que se crea antes que cualquier cosa que Dios es esto o aquello, que tiene un hijo de tal naturaleza, y que ese hijo, enviado expresamente, conversó con él. «Quiero -sostiene Platón- detenerme más en este asunto, y lo que acabo de deciros os parecerá aún más evidente. Hay de hecho una razón que reprime la temeridad de los que quieren escribir sobre estos asuntos: ya la he expuesto muchas veces, y, según me parece, no es útil repetirla. Hay en todo espíritu tres condiciones para que la ciencia sea posible; en cuarto lugar viene la propia ciencia, y en quinto lugar lo que se trata de conocer: el ser verdadero. La primera cosa es el nombre, la segunda la definición, la tercera la imagen, la ciencia es la cuarta.» Así se ve cómo Platón, aunque tiene cuidado en decir primeramente que estas altas verdades no podrían ser expuestas, para que no parezca que procura una disculpa, va alegando lo inefable, presentando incluso las razones. En efecto, ¿podrá él mismo explicarse algo? Y Platón jamás quiso exagerarlo o imponérselo a nadie; él no dice que encontró algo de nuevo, ni que viene del cielo para traérnoslo, sino que reconoce de dónde lo tomó. Él no impone dogmáticamente la verdad, sino que la investiga, haciéndola surgir de los espíritus por interrogaciones bien dirigidas. No procede al estilo de los que dicen: «Acreditad que aquel de quien os hablo es verdaderamente el Hijo de Dios, aunque haya sido atado vergonzosamente y sometido al suplicio más infamante, aunque haya sido tratado con la máxima ignominia. Creedlo aún más por eso mismo».
Ni ellos al menos llegasen a entenderse entre sí acerca de la persona del Mesías...; pero están muy lejos de eso. «Unos garantizan esto, otros aquello, y todos tienen en la boca la misma recriminación; ¡creed si queréis salvaros, y seguidamente idos! ¿Qué harán los que verdaderamente deseen salvarse? ¿Deberán echar los dados para saber a qué lado tornarse y a quiénes juntarse?». En vano, para dispensarse de buscar la verdad y para justificar su perversidad, alegan que «la sabiduría humana es locura a los ojos de Dios». Algunos dicen cuál es la razón que les hace hablar así: es que quieren conquistar a los ignorantes y a los simples. Pero ni siquiera esa máxima la encontraron por sí solos. Antes de ellos los griegos supieron distinguir con bastante precisión la sabiduría humana de la sabiduría divina. Fue Heráclito quien dijo: «La conducta del hombre es sin razón, mas la conducta de Dios es racional». Y él mismo en otra ocasión añade: «¡Oh hombre simple, aprende como un daimon, como un niño, como un hombre!». Y Platón en su Apología pone en boca de Sócrates: «La reputación que adquirí, oh atenienses, me viene de una cierta sabiduría, que está en mí. Pero ¿qué sabiduría es esa? Según parece es una sabiduría puramente humana, y corro el gran peligro de no ser sabio sino en eso». Ahora bien, de esa sabiduría divina que no osaba Sócrates reivindicar para sí, pretenden ellos abrir los arcanos a los más estúpidos y a los más incultos, esos charlatanes que evitan tanto cuanto pueden a los hombres cultos, porque estos últimos no se dejan tan fácilmente engañar, para prender en sus redes a las personas de más baja condición. La falsa humildad que enseñan confunde servilismo con modestia, lo que no pasa de una imitación desnaturalizada de lo que Platón escribió sobre esa virtud: «Dios -dice él-, de acuerdo con una vieja tradición, es el comienzo, el medio y el fin de todos los seres. Él sigue siempre una línea recta, de acuerdo con su naturaleza; al mismo tiempo que abarca el mundo, la justicia se desprende de él, vengadora de las injurias hechas a la ley divina. Quien quisiera ser feliz debe apegarse a la justicia, siguiendo humilde y modestamente sus huellas ». Importa también esta sentencia de Jesús contra los ricos: «Es más fácil a un camello pasar por el agujero de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios»; está directamente sacada de este pasaje de Platón, al que Jesús alteró los términos: «Es imposible ser al mismo tiempo extremadamente rico y extremadamente virtuoso». Ellos hablan del reino de Dios, pero ofrecen de él una idea mezquina y despreciable, en todo inferior a lo que Platón opina cuando escribe: «Todos los seres están agrupados alrededor del rey del universo. Él es su fin común y el principio de toda la belleza; lo que es de segunda categoría se corresponde con el segundo puesto, y lo que es de tercera categoría se corresponde con el tercer puesto. El alma humana desea apasionadamente penetrar estos misterios: para conseguirlo, dirige los ojos hacia todo lo que tiene afinidad con ella; pero no encuentra nada que la satisfaga absolutamente. Por lo que respecta al rey y a las cosas de que hablé, no hay nada que se le asemeje». Y en otro lugar manifiesta: «Lo que es divino, es lo bello, lo verdadero, el bien y todo lo que se le compara. Él es el que alimenta y fortifica los entresijos del alma: por el contrario, todo lo que es feo y malo las debilita y las arruina. Mas el jefe supremo, Zeus, viene en primer lugar, conduciendo su alado carro; él lo ordena y gobierna todo. Detrás de él avanza el ejército de los dioses y de los dáimones, dividido en once cohortes. Hestia queda sola en el palacio de los Inmortales. Las otras once grandes divinidades siguen cada una a la cabeza de una cohorte según el lugar que les fue reservado. ¡Qué espectáculos encantadores entonces, qué majestuosas evoluciones animan el interior del cielo, donde los dioses bienaventurados cumplen la función atribuida a cada uno, acompañados de todos los que quieren y pueden seguirlos, porque la envidia reside lejos del coro de los dioses!». Esta religión supraceleste, ningún poeta la cantó todavía, ninguno jamás la celebrará dignamente. Pero en realidad así es, y no debemos publicar la verdad, sobre todo cuando se habla de la propia verdad. La verdadera esencia, sin color, sin forma, impalpable, no puede ser contemplada sino por el guía del alma, la inteligencia.., Ahora bien, a semejanza del pensamiento de Dios que se alimenta de lo inteligible y de la ciencia absoluta, el pensamiento de cualquier alma, que procura recibir el alimento conveniente, se alegra al ver de nuevo el ser del cual hace mucho estaba separada y alimentarse con las delicias de la contemplación de la verdad, hasta el momento en que el movimiento circular la reconduce al punto de partida. Durante esa revolución circular, el alma contempla la justicia en sí, que no está sujeta al devenir, ni difiere según los diferentes objetos que aquí abajo califican de reales, sino la ciencia que tiene por objeto el ser absoluto. Y, a lo que parece, partiendo de algunas de estas ideas de Platón, de las que tenían alguna vaga noción, ciertos cristianos proclaman al Dios que está en lo alto del cielo, y se elevan así por encima de los judíos. Platón enseñó que, para descender del cielo a la tierra, o para ascender de la tierra al cielo, las almas pasan por los planetas. Los persas representan la misma idea en los misterios de Mitra. Ellos tienen una figura que representa los dos movimientos que se realizan en el cielo, el de las estrellas fijas y el de los astros errantes, y otra figura análoga para simbolizar el viaje del alma a través de los cuerpos celestes. Esa figura es una alta escalera con siete puertas, y una octava puerta encima de todas. La primera puerta es de plomo, la segunda de estaño, la tercera de cobre, la cuarta de hierro, la quinta de una mezcla de metales, la sexta de plata, la séptima de oro. Atribuyen la primera a Cronos (Saturno), sugiriendo, por el plomo, la lentitud de este astro; la segunda la atribuye a Afrodita, que evoca el brillo y la maleabilidad del estaño; la tercera, hecha de cobre, que no puede dejar de ser fuerte y sólida, la atribuyen a Zeus; la cuarta evoca a Hermes, reputado entre los hombres por la dureza en el esfuerzo y fecundidad en útiles trabajos, con el hierro; la quinta, compuesta de diversos metales, es irregular y diversa, evoca a Ares; la sexta evoca a la Luna, que tiene la blancura de la plata; y la séptima al Sol, cuyos rayos recuerdan el color del oro. Esta disposición de los astros no es obra del acaso, sino que obedece a las relaciones musicales (de la música celeste pitagórica).
Si quisiéramos establecer un paralelo entre las enseñanzas de los hierofantes de Mitra y ciertas enseñanzas especiales y esotéricas de los cristianos y confrontarlas, veremos que no están sin ciertas analogías. ¿Será preciso citarla figura simbólica, a la que ellos llaman «diagrama », con una línea negra que la divide en dos secciones, y a la que llaman la Gehena o el Tártaro, los diez círculos englobados en un círculo mayor, al que llaman «el alma del mundo» y el «sello»? Quien aplica el sello se denomina el Padre, y quien lo recibe, el Hijo, quien responde: «Soy el ungido de la unción blanca cogida del árbol de la vida». Ellos colocan junto a los que van a morir siete ángeles de luz, y del otro lado, siete ángeles inferiores, llamados arcónticos, cuyo jefe se llama Dios maldito. ¿Quién es ese Dios maldito? No es otro más que el autor del mundo, el Dios de Moisés, al que justamente denominan maldito; por él temen a la serpiente portadora de la maldición, a la cual los primeros hombres debieron el conocimiento del bien y del mal. ¿Y qué habrá más extravagante y más insensato que esa sabiduría francamente absurda? ¿De qué está culpado el legislador de los judíos? Y si él debe ser reprendido, fuere en lo que fuere, ¿por qué recoger, bajo la forma de alegorías y metáforas, la cosmogonía y la ley de la cual es él el autor? Mas he aquí vuestra inconsecuencia: impíos como sois, glorificáis involuntariamente al que consideráis el autor del mundo, el que prodigó a los judíos todas esas promesas: los hacéis multiplicarse hasta llenar la tierra, resucitando a los muertos en carne y hueso: él, que inspiró a sus profetas, y ¡al mismo tiempo que lo injuriáis! Sí, cuando reflexionáis todo esto, cuando estáis sin argumentos, os confesáis de acuerdo con los judíos en servir al mismo Dios; pero cuando vuestro maestro Jesús y Moisés, el de los judíos, se contradicen, entonces suscitáis otro Dios en su lugar. Los siete principales demonios, de los que el Dios maldito es el jefe y que ellos ponen junto a las almas de los moribundos, tiene el primero la forma de un león; el segundo, la forma de un toro; el tercero, la de un anfibio de horribles silbidos; el cuarto, la forma de un águila; el quinto, la de una osa; el sexto, la forma de un perro, y el séptimo, la de un burro llamado Thafabaoth u Onoel. Pretenden ellos que hay hombres que se convierten en demonios del mismo género, unos en leones, otros en toros, otros en dragones, en águilas, en osos, en perros. En ese cuadro también están inscritas la figura cuadrada y las puertas del paraíso. Acumulan además una gran cantidad de cosas, las unas sobre las otras: discursos de profetas, círculos sobre círculos, riachuelos de la Iglesia terrestre y la circuncisión, virtudes que emanan de una virgen pura, alma viva, cielo que para vivir debe ser inmolado, tierra degollada por la espada, hombres que sólo vivirán si fueren masacrados, muerte que cesará en el mundo por la muerte del pecado, nuevo descenso por estrechos lugares, puertas que se abren por sí solas. Por todas partes mezclan el árbol de la vida con la resurrección de la carne por el madero, probablemente porque su maestro fue clavado en una cruz y porque fue carpintero. Si él hubiese sido arrojado desde un roquedal, o tirado a un abismo, o ahorcado con una soga, o si hubiese sido zapatero, cantero o cerrallero, ellos pondrían en la cima de los cielos una roca, la roca de la vida, o el abismo de la resurrección, o la cuerda de la inmortalidad, la piedra de la beatitud, o el hierro de la caridad, o el cuero de la santidad. ¿Habrá alguna vieja que no sintiese vergüenza al contar tales frivolidades para adormecer a un niño pequeñito? Ellos se atreven aún -y ésa no es su menor invención- a escribir no se sabe qué inscripciones acerca de los más altos círculos hipercelestes y en especial éstas: «El mayor y el más pequeño», «El Padre y el Hijo». Se trata de fórmulas mágicas, de las que se sirven para impresionar a la multitud ignorante, que atribuye una virtud maravillosa a esas palabras extrañas y no supone que tal o cual palabra misteriosa designa, en la lengua de los bárbaros, una cosa bien conocida en la lengua griega: así, según el testimonio de Heródoto, Apolo es llamado Gongosuro entre los escitas; Poseidón, Thamasimasas; Afrodita, Argimpasa; Hestia, Tabiti. Toda esa liturgia bizarra es un plagio de ceremonias y de ritos usados ya mucho antes de ellos. ¿Será necesario enumerar aquí a todos los que enseñaron, antes que ellos, la práctica de las purificaciones, los cantos y las palabras que curan o liberan de las dolencias, el uso o imágenes de demonios y de tantos otros preservantes sacados de tejidos, números, piedras, hierbas y raíces? Vi a más de un sacerdote de esa religión con libros bárbaros llenos de nombres de demonios y de conjuros; ellos se ufanaban no de ser útiles a los hombres, sino de hacer caer sobre ellos todo género de males. A este respecto, el músico Dionisio de Egipto, a quien conocí, decía que las prácticas mágicas sólo tienen efecto sobre los ignorantes y los pervertidos, mas no tienen efecto sobre los filósofos y los que saben ser señores de sí mismos y ordenar sabiamente sus propias vidas. Otro error no menos impío, nacido de su extrema ignorancia y de su incomprensión de los mitos, consiste en pretender que Dios tiene por adversario al Diablo, al que en hebreo llaman Satán. Ahora bien, es una extraña aberración, o una singular impiedad el decir que el gran Dios, en su deseo de hacer el bien a los hombres, se enfrenta a un ser que le causa daño y lo reduce a la impotencia. ¿El Hijo de Dios habrá sido vencido por el Diablo? Los tormentos que éste le causa, tienen como fin enseñarnos, según pretenden, a menospreciar las pruebas que él nos infligirá cuando llegue nuestro turno: aquél anuncia, en efecto, que Satán vendrá a la tierra, que realizará grandes prodigios, procurando así apropiarse de la gloria de Dios; pero es un seductor, contra los prodigios del cual es preciso precaverse, y sólo en el Hijo de Dios debemos confiar. He aquí manifiestamente las palabras de un charlatán que acumula precauciones contra los que sean tentados a proclamar dogmas contrarios a los suyos y a suplantarlo. La noción de Satán es, además, tomada de viejos mitos mal asimilados, relativos a una guerra divina que relatan las viejas tradiciones. Heráclito hace una alusión a esto al escribir: «Sépase que existe una guerra universal, que la discordia cumple la función de justicia, y es según sus leyes como nacen y perecen todas las cosas». Mucho antes de Heráclito, Ferécides representó en un mito dos ejércitos enemigos, uno capitaneado por Cronos y el otro por Ofioneo; y cuenta los desafíos, los combates y el acuerdo establecido de que, de los dos partidos, el que fuese echado al mar sería considerado vencido, y el que expulsase al otro poseería el cielo como premio de su victoria. Las historias de los Titanes y los Gigantes en guerra contra los dioses, las guerras que los egipcios cuentan sobre Tifón, de Horus y de Osiris, pertenecen al mismo ciclo de mitos. Esto es lo que encontraron entre nosotros y asimilaron mal: es una cosa completamente diferente de sus invenciones sobre el Diablo, que figura, hablando con propiedad, como otro impostor tras las huellas del primero. Homero figura en la misma corriente de ideas de Ferécides y de Heráclito, y sus cantos de la guerra de los Titanes, cuando coloca estas palabras en boca de Hefaistos, dirigidas a Hera: «Otrora, cuando me precipité para defenderte, él me agarró por un pie y me arrojó del divino umbral»; y estas otras palabras en boca de Júpiter dirigidas a la misma Hera: «¿Ya no te acuerdas del día en que, lanzada por los aires, con las manos atadas con lazos embarullados, con un grillete en cada pie, tu cuerpo estaba colgado en medio del éter y de las nubes? Las divinidades del vasto Olimpo se indignaban, pero agrupadas en tu derredor, nada podían hacer para libertarte. Quien lo osase, lo arrancarían del umbral de los dioses y los lanzarían por tierra, donde caería semimuerto». Estas palabras de Zeus a Hera deben interpretarse como palabras divinas dirigidas a la materia. Y significan que tras encontrar la materia en estado de caos, Dios la ordenó y la encadenó en los lazos de la armonía y el orden; y que, para castigar a los demonios que la rondaban para desarreglar su obra, los precipitó en los abismos de acá abajo. Fue dando sentido a estos versos de Homero como Ferécides pudo decir: «Por debajo de esta región, está la región del Tártaro. Las Harpías y la Tempestad, hijas de Bóreas, están encargadas de su custodia y es así como Zeus relega a los dioses que lo ultrajan». Las mismas ideas están representadas en el péplum de Atenea, que se expone en la procesión de las Panateneas. Lo que así se representa enseña a todos que una divinidad sin madre, y virgen, triunfa de la audacia de los hijos de la tierra. Pero enseñar que el Hijo de Dios es atormentado por el Diablo, para enseñarnos con su paciencia a soportar con coraje las provocaciones que éste inflige, es el cúmulo del ridículo. Lo que era necesario, en mi opinión, sería castigar al Diablo, y no aterrorizar a los hombres amenazándonos con sus maleficios.
Por lo que respecta a la expresión «El Hijo de Dios», debemos buscar su origen en el hecho de que los atenienses llaman «hijo» o «criatura» de Dios al mundo salido de sus manos. Nada más pueril que la cosmogonía de los cristianos, la narración de la creación del hombre a imagen de Dios, el paraíso plantado por la mano de Dios -no hay nada más oscuro que el cambio del primer hombre como consecuencia del pecado original y su expulsión del jardín de las delicias-. Son apenas divagaciones, o, si se quiere, historietas divertidas. Es en otro tono, con otra seriedad y con otra profundidad, como los viejos sabios de Grecia hablaron de la formación del mundo y de los hombres. Moisés y los profetas, autores de sus escrituras, en la ignorancia en que estaban de la naturaleza del mundo y de los hombres, fabricaron a tal respecto cuentos para hacer dormir de pie: ¡el mundo creado en seis días! ¡Como si fuesen concebibles anteriores a la aparición del sol y de la luz! ¿Y qué significado atribuir a estas palabras: «Hágase la luz», que muchos interpretan como un deseo o una petición? ¿El autor del mundo, el demiurgo, tomó prestada la luz en lo alto, como cuando encendemos nuestra vela en la de un vecino? Si el demiurgo era un Dios maldito, enemigo del gran Dios, si hacía el mundo sin el consentimiento de éste, ¿cómo estuvo de acuerdo el gran Dios en darle la luz? No quiero examinar aquí la cuestión del origen y el fin del mundo, ni inquirir si el mundo es increado y eterno, si no debe perecer aunque no haya tenido un comienzo, o si debe acabar aunque haya tenido un principio. ¿No será contrarío a la razón, como ellos hacen, el introducir el espíritu del gran Dios en el mundo? ¿Cómo admitir que el gran Dios comience por dar su espíritu al demiurgo, y que éste abusa tanto de él que el Dios supremo lo retoma? ¿Cuál es el Dios que da para volver a tomar lo dado? Sólo si se toma aquello de lo que se necesita sería correcto: pero Dios de nada necesita. ¿Pero tal vez ignorase que iba a dar su espíritu a un ser que abusaría de él? Entonces, ¿cómo deja a ese demiurgo perverso alzarse contra él? ¿Por qué obra subrepticiamente para arruinarlo, sobornando y seduciendo a cuantos puede? ¿Por qué procura conquistar a los que el demiurgo condenó a la maldición, como decís, y los arrebaña como un ladrón de esclavos? ¿Por qué les enseña a hurtarse a su dueño? ¿Por qué les enseña a huir de su padre, el demiurgo? ¿Por qué los adopta él sin el beneplácito de su padre? ¿Por qué se presenta como padre de los seres que pertenecen a otro? Y es, con certeza, un dios bien digno de respeto, que desea tener como hijos a los pecadores que otro condenó proscritos, o, según su propia expresión, excrementos de la tierra; y ni es capaz de castigar o meter en orden a su enviado que le desobedeció. Si se afirma que fue el Dios supremo el que creó el mundo, ¿cómo se puede justificar la presencia del mal? ¿Por qué es él impotente para exhortar y persuadir? ¿Por qué le vemos arrepentirse a causa de la ingratitud y la perversidad de sus criaturas? ¿Por qué maldice y acusa él a lo que no hizo? ¿Cómo puede amenazar con la destrucción a sus propios hijos? O, si no los destruye, ¿para dónde trasplanta de este mundo al hombre al que hizo? Nada invento: esto o expresamente está expresado en sus libros o puede deducirse de ellos. Lo que es más pueril aún es dividir la formación del mundo en varios días, incluso antes de que hubiese días: ¿cómo podría haber días antes de que el cielo fuese hecho, la tierra formada y el sol haciendo sus revoluciones? Y ¿cómo es posible imaginarse al gran Dios admitiendo que sea él el autor del mundo, diciendo, a manera de orden: «Que esto se haga», y seguidamente: «Que tal cosa exista», y realizando un día una obra, al día siguiente otra, y así en el tercer día, y al cuarto, en el quinto y al sexto día; acaba la tarea en ese día descansando al séptimo, como un mal trabajador que, fatigado, tiene necesidad de holganza para restablecerse? Pero no se puede decir que el gran Dios se fatiga, ni que trabaja con sus manos, ni siquiera que da órdenes. Dios no tiene manos, ni boca, ni nada de lo que le atribuyen. Es igualmente falso sostener que el hombre haya sido hecho a imagen de Dios; Dios no tiene forma humana ni la de ninguna otra criatura sensible. Y, como si tal cosa no bastase, le atribuyen explícitamente a Dios ojos, orejas, brazos, corazón, figura, movimiento. Pero todo viene de Dios, mas él en sí no es nada de cualificable: no puede ser aprehendido por la razón, ni expresado por la palabra; él no está sujeto a ningún cambio capaz de determinarlo.
«Pero entonces, objetarán, ¿cómo poder conocer a Dios? ¿Quién me enseñará el camino que conduce a él? ¿Cómo me tornaréis a Dios como algo evidente? Me cubrís los ojos de tinieblas tan espesas que ya nada puedo distinguir». Es verdad; si hacemos a alguien pasar de la oscuridad a la luz plena, no pudiendo soportar el fulgor de los rayos que se desprenden y hieren sus ojos, se imaginan estar ciegos. ¿Cómo, pues, una vez más, confiar en conocer a Dios, y obtener de él la salvación? Siendo Dios demasiado trascendente para que nuestro pensamiento pueda alcanzarlo, insufló su espíritu en un cuerpo semejante al nuestro, y lo hizo descender acá abajo, de modo que pudiéramos recoger sus palabras y sus enseñanzas: eso sostienen los cristianos. Mas, concediendo que el Hijo de Dios sea un espíritu enviado por Dios en un cuerpo humano, no resulta de ahí que él Hijo de Dios sea inmortal, porque no es de la naturaleza de un espíritu el durar eternamente. Visto que el Hijo de Dios murió, habría sido necesario que Dios le insuflase de nuevo el espíritu, lo cual prueba que Jesús no pudo resucitar con su cuerpo, porque repugna a Dios tomar de nuevo un espíritu que él dio, una vez que ése se haya manchado en el contacto con el cuerpo. Se sigue igualmente que el Hijo de Dios haya nacido de una virgen; si Dios quisiese, de hecho, enviar su espíritu acá abajo, ¿por qué iba a tener necesidad de insuflarlo en el vientre de una mujer? Él sabía ya el arte de fabricar hombres, y podía formar un cuerpo a fin de alojar a su espíritu, sin hacerlo pasar por lugar tan lleno de impurezas. Así, haciéndolo descender directamente de lo alto, habría prevenido las objeciones de incredulidad. Es cierto que entre ellos hay quien dice y lo hacen venir súbitamente del cielo a la tierra, evitando así las dificultades de la concepción virginal, el nacimiento y los primeros años: pero cuando acreditan que él no es el que los profetas predecían, sino otro mayor e Hijo de un Dios más alto, ofrecen el flanco a la crítica; ¿cómo se podría entonces probar que un hombre que padeció un tal suplicio sea el Hijo de un Dios, si sus sufrimientos no hubieran sido predichos? Además de eso, ¿qué habrá más extravagante que introducir aquí dos dioses: el Dios justo y el Dios bueno, y dar un hijo a cada uno, que ellos envían a la tierra, e incitar la lucha, en ausencia de los padres, de sus propios hijos, como codornices en combate, porque los padres, viejos, quebrantados, necios, ya no se baten y por ellos se baten sus hijos? Si el espíritu de Dios se hubiese encarnado en un hombre, sería al menos necesario que éste superase a todos los otros en estatura, belleza, fuerza, majestad, voz y elocuencia. Sería inadmisible que aquel que trae en sí sobre todo la virtud divina no se distinguiese de modo insigne de los demás hombres. Pero Jesús nada tenía de más comparado con los demás hombres. Y además, si les damos crédito, era bajo, feo y sin nobleza. Hay más. Si como el Zeus de la comedia al despertar de un largo sueño, Dios quisiese liberar al género humano de sus males, ¿por qué iba a enviar al espíritu que decís a un pequeño rincón del mundo? Era necesario insuflarlo a la vez en muchos cuerpos y enviarlos aquí y allá por toda la tierra. El poeta cómico, para hacer reír a su público, muestra a Zeus al despertar enviando a Hermes a los atenienses y a los lacedemonios. La idea de enviar el Hijo de Dios a los judíos, ¿no es para suscitar la risa? ¿Por qué sólo a los judíos? ¿Por qué a esa nación grosera, miserable, semidisuelta, mientras tantos otros pueblos eran más dignos de la atención de Dios: los caldeos, los magos, los egipcios, los persas, los hindúes, tantas naciones venerables y verdaderamente animadas por el espíritu de Dios? ¿Cómo ignoraba ese Dios omnisciente que enviaba a su hijo a unas manos que iban a cometer un nuevo crimen condenándolo? ¿Qué alegan aquí a guisa de defensa? La secta de los cristianos que introduce un segundo Dios, diferente al Dios de los judíos, nada tiene que decir; pero los que reconocen al mismo Dios preferirán esta gran frase acentuada con el cuño de una gran profundidad: «Era preciso que aquello sucediese». ¿Y por qué entonces? Porque otrora tal cosa predijeron los profetas. Pero ¡qué! El oráculo de la Pitia, el de Dodona, el de Claros, el de los Bránquidas, el de Amón y tantos otros, cuyas advertencias aprobaron casi todas las tierras y colonias, no tienen ningún peso en opinión de los cristianos, pero ¡unas pocas palabras, más o menos auténticas, pronunciadas en Judea, como es costumbre en el país y como se puede todavía hoy recoger de boca de las gentes de Fenicia y de Palestina, pasan a parecerles maravillas y verdades indiscutibles! Esos predicadores de Fenicia y de Palestina son de diversas categorías. Muchos, oscuros y sin nombre, sea a propósito de lo que fuera, se ponen a gesticular como poseídos del ardor profético; otros, adivinos ambulantes, recorren las ciudades y los campos, ofreciendo el mismo espectáculo. Nada les es más fácil de decir, y no dejan de hacerlo: «¡Yo soy Dios, soy Hijo de Dios, soy el Espíritu de Dios!, vengo porque el mundo se va a acabar, y vosotros, los hombres, vais a perecer bajo el peso de vuestras iniquidades. Entretanto quiero salvaros y me veréis armado de un poder celeste. ¡Bienaventurado entonces quien me haya reverenciado hoy! Enviaré a todos los demás al fuego eterno, a los de las ciudades y a los de los campos. Los que todavía no saben los suplicios que les aguardan se arrepentirán entonces y han de gemir en vano, en cuanto que los que crean en mí los protegeré por toda la eternidad.,.». A estas predicciones jactanciosas, mezclan palabras de posesos, confusas y absolutamente incomprensibles, a las que ningún sensato podría descubrir su significado, tan oscuras y vacías de sentido son, pero que permiten al primer imbécil impostor llegado apoderarse y apropiarse de las voluntades.
A esos pretendidos profetas, yo oí a más de uno con mis propios oídos, y, después de tenerlos confundidos, los llevé a confesar sus puntos ñacos, que hacían confiar en el azar todo lo que les pasaba por el cerebro. En cuanto a los que se abonan a viejas profecías, se verán en grandes apuros para justificar todas las cosas absurdas que atribuyen a Dios. No se puede creer, en efecto, que Dios pueda hacer sufrir o que autorice el mal. ¡Tampoco es admisible que se diga que Dios come carne de oveja, beba hiel o vinagre y otras cosas de la misma especie! ¿Sólo porque los profetas predijeron que el gran Dios, para no citar más, sería esclavo, enfermo y que moriría, debe seguirse necesariamente que Dios debe padecer la esclavitud, la enfermedad y la muerte, por la simple razón de que eso había sido predicho? ¿Convenía que él justificase su divinidad muriendo? No; no cabía a los profetas predecir nada semejante, porque tal cosa es un mal y una impiedad. No hay que preocuparse de si una cosa fue o no vaticinada, sino si es digna de Dios y buena por sí misma: porque lo que es malo e indigno de Dios, aunque todos los hombres en un arrebato colectivo de locura lo hubiesen vaticinado, no debe confiarse en ello. Ahora bien, es muy simple responder a la pregunta de si lo que se cuenta de Jesús, en la hipótesis de ser él Dios, está de acuerdo con la piedad. Una última observación se impone: suponiendo que Jesús, en conformidad con los profetas de Dios y de los judíos, fuese el hijo de Dios, ¿cómo es que el Dios de los judíos les ordenó, por medio de Moisés, que procurasen las riquezas y el poder, que se multiplicasen hasta llenar la tierra, que masacrasen a sus enemigos sin perdonar siquiera a los niños y exterminar toda la raza, lo que él mismo hace ante sus propios ojos, tal como cuenta Moisés? ¿Por qué los amenaza él, si desobedecieron sus mandamientos, de tratarlos como enemigos declarados, mientras que el Hijo, el Nazareno, formula preceptos completamente opuestos: el rico no tendrá acceso hasta el Padre, ni el que ambiciona el poder, ni el que ama la sabiduría y la gloria; no nos debemos inquietar con las necesidades de subsistencia más que los cuervos; es necesario preocuparnos menos de la vestimenta que los lirios; si os diesen una bofetada es preciso aprestarse a recibir una segunda? ¿Quién miente entonces: Moisés o Jesús? ¿Será que el Padre, cuando envió al Hijo, se olvidó de lo que le había dicho a Moisés? ¿Habrá cambiado de opinión, renegando de sus propias leyes y encargando a su heraldo el promulgar otras completamente contrarias? Se conoce, por lo demás, qué idea baja y grosera tienen ellos de Dios, atribuyéndole órganos corporales, inclinaciones y pasiones puramente humanas, incapaces según son de concebir lo que es puro e indivisible con el esfuerzo del pensamiento. Después de la muerte, ¿adonde esperan ir? -Para una tierra mejor que ésta- Es verdad que los hombres divinos de los viejos tiempos hablaron de una vida de felicidad reservada a las almas de los bienaventurados. A esa morada futura, la llaman unos Islas Afortunadas, y otros los Campos Elíseos, porque allí estaremos libertados de los males de acá abajo. El mismo Homero dice: «Los inmortales te enviarán para el extremo del mundo, para los Campos Elíseos, donde la vida es apacible». También Platón, que defiende la inmortalidad del alma, llama al lugar para donde el alma es enviada, una tierra, en este pasaje: «La tierra es inmensa y nosotros sólo habitamos esta pequeña parte que se extiende desde las márgenes del Faso hasta las columnas de Hércules, viviendo en derredor del mar como hormigas, o como ranas alrededor de un pantano. Pero hay otros pueblos que habitan en otras regiones semejantes. En toda la superficie de la tierra hay, en efecto, depresiones de grandeza y configuraciones variadas donde se juntan las aguas, las nubes y el aire polucionado, mientras la tierra en sí está situada en el mundo celeste, en el éter... Confinados en algunos pliegues de la tierra, creemos habitar en las alturas tomando el aire por el cielo». No es dado a todo el público penetrar bien en el pensamiento de Platón. Para ello es preciso comprender bien los puntos en que él pone énfasis. Nuestra flaqueza y nuestro peso nos impiden elevarnos a las cimas del aire; si alguien, en efecto, llegase a la cima o pudiese volar con alas, vería entonces, al erguir la cabeza, lo que es la tierra verdadera desde allá arriba. Y si su naturaleza fuese capaz de soportar esa contemplación, reconocería que allí está el cielo verdadero, la verdadera luz, la verdadera tierra. Los cristianos no podrán comprender esto; creerían que se trataba de una tierra semejante a la nuestra, donde sólo se podría vivir con cuerpos semejantes a los nuestros. De ahí les viene esa ridicula idea de la resurrección de los cuerpos, inspirada igualmente en lo que habían oído decir sobre la metempsicosis. En este punto, cuando los llevamos aparte y los confundimos, vuelven siempre a la carga, como si no les hubiésemos replicado siempre con la misma pregunta: «Si nuestro cuerpo no resucita, ¿cómo podríamos conocer y ver a Dios? ¿Cómo podríamos llegar hasta él?». A lo que parece, se imaginan que Dios está en algún lugar en donde podemos encontrarlo familiarmente. Esperan ver a Dios con los ojos corporales, oír su voz con sus orejas carnales, tocarlo con sus manos. Mas, por Zeus, si queréis dioses con forma humana, dioses que se dejen ver claramente y sin ilusión, id a los santuarios de Trofonios, de Anfiarao y de Mopso: allí podréis satisfaceros. Allí veréis a los dioses que deseáis, no una vez y de paso, como visteis a aquel que os engañó, sino permanentemente: allí encontraréis a dioses que siempre están allí para quienes quieran conversar con ellos.
Preguntarán incluso: «Si Dios escapa a nuestros sentidos, ¿cómo podremos conocerlo, cómo de un modo general se puede conocer una cosa sin la ayuda de los sentidos?». Esto no es en modo alguno el lenguaje de un hombre ni de un espíritu, sino el grito de la carne. Que escuchen todavía, si son capaces de comprender, por más viles y carnales que sean. Si, imponiendo silencio a vuestros sentidos, eleváis el espíritu, y, alejándoos de la carne, abrís los ojos del alma, solamente entonces veréis a Dios. Pero si os procuráis un buen guía para abriros la vía del conocimiento divino, primeramente tened cuidado en huir de los impostores, de los introductores de ídolos, a fin de evitar ese exceso de ridículo que consiste en blasfemar y en llamar ídolos a los otros dioses, mientras adoráis a un personaje más miserable que los ídolos, más aún, inferior a cualquier ídolo, un mero muerto, y le atribuís un padre digno de él. ¡Y el charlatanismo de vuestros maravillosos directores os dictan fórmulas divinas dirigidas al León, al Cangrejo, al demonio de cabeza de burro, y a todos los demás porteros celestes, cuyos nombres aprendéis con tanto esfuerzo, para no sacar ningún provecho, oh infelices! Además de ser maltratados y puestos en la cruz. ¿Queréis por el contrario buenos guías? Dirigios a los viejos poetas divinamente inspirados, a los sabios, a los filósofos y a Platón, el maestro más capaz de esclareceros en esa materia. Él escribió en su Timeo: «En cuanto al universo, al que llamamos cielo o mundo, o cualquier otro nombre, es preciso primeramente, como para todas las cosas en general, considerar si existe desde siempre, o si nació y tuvo un comienzo. El mundo nació, porque es visible, tangible y corporal... y todo lo que nació debe necesariamente venir de alguna causa. Mas es difícil encontrar el autor y el padre del universo, e imposible, después de haberlo encontrado, tornarlo evidente a toda la gente». Veis cómo hombres divinos buscan el camino de la verdad para darnos una idea que representase el ser primero e inefable, bien deduciéndolo a partir de todos los demás entes, ya componiéndolo, ya separándolo, bien por analogía, para hacer concebir lo que de otro modo no se puede expresar, si yo quisiese iniciaros en tales enseñanzas; me sorprendería de que pudieseis seguirme, tan esclavizados estáis a la carne, sin ojos para lo que es puro. Más todavía: existe distinción entre el ser y el devenir, lo inteligible y lo visible. La verdad se refiere al ser, el error al devenir. La verdad es objeto de la ciencia; una mezcla de verdad y de error es objeto de la opinión. El conocimiento es relativo a lo inteligible, la vista a lo visible. El entendimiento percibe lo inteligible, el ojo lo visible. Por tanto, tal como en la esfera de las cosas visibles, el sol no es ni el ojo ni la visión, sino la causa sin la cual el ojo no ve, la visión no se realiza, los objetos visibles no son percibidos, ninguna cosa sensible existe, y el propio sol no puede ser contemplado; igualmente en la esfera de las cosas inteligibles, lo que no es ni entendimiento, ni conocimiento, ni ciencia, es todavía la causa que hace que el entendimiento conozca, que el acto del conocimiento se efectúe y que la ciencia se realice; la causa que hace que todos los seres inteligibles, la verdad, el propio ser, existan, si bien el ser en sí se encuentra por encima de todas las cosas, siendo inteligible por un cierto poder inefable. Hablo para hombres dotados de cierto sentido de espiritualidad. En cuanto a vosotros, si comprendéis alguna cosa, tanto mejor para vosotros. Si os agrada creer que algún espíritu vino de parte de Dios para enseñar la verdad divina, ése será sin duda el que reveló estas grandes ideas, el espíritu que llena las almas de los sabios del pasado y que por sus bocas esparció tan brillantes lecciones. Mas si no podéis alcanzar estas alturas, permaneced sosegados y mudos, disimulad vuestra ignorancia y no digáis que los clarividentes son los ciegos, que los que corren son los cojos, marchitos y cojos que sois respecto al alma y vivos solamente para el cuerpo; quiero decir, vivos solamente para aquello que de perecedero existe en el hombre. Si tenéis tan gran voluntad de innovación, ¡cuánto mejor os habría sido escoger para deificarlo a alguno de los que murieron valientemente y que son dignos del mito divino! Si os repugna escoger a Hércules, a Esculapio o a alguno de los viejos héroes que ya son honrados con un culto, tenéis a Orfeo, poeta inspirado que nadie discute y que pereció de muerte violenta. Diréis quizá que no era digno de ser escogido. Sea; pues ahí tenéis a Anaxarco, quien metido en la máquina de la tortura, mientras le magullaban cruelmente, se burlaba del verdugo: «Atormentad, atormentad el físico de Anaxarco, porque a él mismo no le tocaréis!», palabras llenas de espíritu divino. Aquí todavía hay físicos que lo escogieron por maestro; y esto podría teneros prevenidos. ¿Por qué no escogéis entonces a Epicteto? Mientras su señor le retorcía una pierna, le dijo calmoso y sonriente: «Vais a partirla», le decía; y habiéndole partido la pierna efectivamente: «Ya os decía yo que ibais a partirla». ¿Qué dijo vuestro Dios de semejante en medio de su tormento? Y ¿por qué no escogisteis a la Sibila, ya que algunos de entre vosotros reconocéis su autoridad? Habríais tenido mejores razones para llamarla hija de Dios. Os contentasteis con introducir a izquierda y derecha, fraudulentamente, innumerables blasfemias en sus libros sibilinos, y tomáis como dios a un personaje que acabó con una muerte miserable una vida infame. Habríais hecho mejor en elegir a Jonás, que salió sano y salvo del vientre de un gran pez; a Daniel, que escapó indemne de las fieras, o a otro cualquiera de los que nos contáis cosas todavía más exquisitas.
He aquí ahora uno de sus preceptos: no debemos contestar con ultrajes. «Si os golpearan en una mejilla, ofreced incluso la otra.» Es una vieja máxima ya dicha y mucho mejor antes de ellos. Sólo la vulgaridad de la fórmula les pertenece. Escuchad a Platón, haciendo conversar entre sí a Sócrates y a Critón: «Es entonces un deber absoluto el no ser injusto jamás? -Sin duda. -Si es un deber absoluto el no ser nunca injusto, ¿lo es también el no serlo nunca, incluso para quien lo fue con nosotros, diga el vulgo lo que quisiera? -Es exactamente ésa mi opinión. -Y entonces, qué, ¿será permitido hacer mal a alguien o no? -No lo es, en verdad, oh Sócrates. -Entonces, devolver mal por mal, ¿será justo, como pretende el vulgo, o injusto? -Enteramente injusto: porque obrar mal y ser injusto es la misma cosa. -Sin duda. -Así pues, es obligación sagrada jamás pagar injusticia con injusticia, o mal con mal». Así habla Platón, e incluso añade: «Reflexiona bien, y mira si estás realmente de acuerdo conmigo, y si podemos establecer, partiendo de este principio, que en ninguna circunstancia está permitido jamás ser injusto, ni pagar injusticia con injusticia, o mal con mal; o bien, si piensas de diferente manera, interrumpe la discusión ya, puesto que yo pienso como otrora». Tales eran las máximas de Platón, y los hombres que de ellas antes vivieron no tuvieron otras diferentes. Mas ya basta respecto a este punto y otros semejantes en los que ellos se revelaron plagiadores poco hábiles. Quien quisiera analizar el asunto con más detalle podrá hacerlo fácilmente.
Desprecio a otras prácticas religiosas. Sobre templos e imágenes.
Vamos a tratar de otro asunto. Los cristianos no pueden soportar la vista de templos, de altares ni de estatuas. Tienen esto en común con los escitas, con los nómadas libios, con los seros que no tienen Dios, y con las naciones más salvajes. Los persas comparten ese mismo sentimiento, como Heródoto nos revela en este pasaje de su Historia: «Sé de buena fuente que entre los persas la ley no permite erguir altares, templos, estatuas: se considera locos a quienes lo hacen. Y, según parece, porque piensan que no se podría atribuir a los dioses ni un origen ni una forma humana, como hacen los griegos». Y a este propósito escribe en cierta ocasión Heráclito: «Dirigir ofrendas a imágenes sin saber lo que son los dioses y los héroes vale tanto como hablar con las piedras». ¿Qué enseñan ellos más sabio, sobre este asunto, que este pensamiento de Heráclito? Éste en suma deja entender que es absurdo dirigir ofrendas a estatuas, a menos que se sepa lo que son los dioses y los héroes. Tal es su pensamiento. Pero los cristianos reprueban en absoluto cualquier imagen. ¿Será porque la piedra, la madera, el bronce o el oro, utilizados por el primero que llega, no pueden ser un dios? ¡Bello descubrimiento en verdad! ¿Quién, pues, a menos que sea un simple, podría creer que ésos son dioses y no objetos consagrados a los dioses o imágenes que los representan? Si los cristianos piensan que no se pueden admitir imágenes divinas, porque Dios, como también opinan los persas, no tiene forma humana, se contradicen de forma estrepitosa, ellos que declaran, por otra parte, que Dios hizo al hombre a su propia imagen y que le dio una forma parecida a la suya.
Sucede que admiten de verdad que las estatuas son erguidas en honra de ciertos seres que se les asemejan más o menos; pero los seres, a quienes las consagran no son dioses, son demonios; ahora bien, quien adora a Dios, no debe prestar culto a los dáimones o demonios. En primer lugar, les preguntaré: ¿por qué estaría prohibido honrar a dáimones? ¿Será que no todas las cosas son gobernadas según la voluntad de Dios? ¿Será que toda la providencia no depende de él? ¿Será que todo lo que se hace en el mundo, sea por obra de un Dios, sea por medio de ángeles, sea por medio de dáimones (demonios), o por medio de héroes, no está ello reglamentado por las leyes del Dios supremo? ¿Será que no fue él quien promovió a cada función particular a cada uno de esos seres que escogió e invistió del poder correspondiente? Será por lo tanto justo que quien adora a Dios venere también a los seres en los cuales él delegó el gobierno de las cosas de acá abajo. Lo que a esto responden los cristianos es que «es imposible servir a dos señores al mismo tiempo». Palabras de facciosos que quieren hacer grupo aparte y separarse del común de la sociedad. Los que así se expresan atribuyen a Dios sus propios prejuicios. Entre los hombres, de hecho, existe algún derecho a decir que quien sea servidor de un señor no puede serlo de otro; porque el servicio prestado al segundo sería en detrimento del servicio prestado al primero. Así, cuando primeramente nos vinculamos a alguien, no nos podemos entregar ya a otro, y el servicio prestado a diferentes héroes de ese género es condenable por el prejuicio que acarrea a cada uno de ellos.
Pero, en lo que a Dios respecta, a quien ni prejuicio ni afrenta pueden alcanzar, es absurdo juzgar como si de un hombre se tratase, de héroes o de otros dáimones, y tener escrúpulos en servir a varios dioses al mismo tiempo «lejos de hacer sombra al gran Dios, es por el contrario, puesto que se sirve a alguno de los seres que dependen de él, agradarle ». Nadie tiene derecho a homenajes, si Dios no le dio tal privilegio; y en consecuencia, honrar y adorar a todos los que están subordinados a Dios, no es desagradar a Dios, que a todos los mantiene bajo su dependencia. Por lo tanto, quien, hablando de Dios, declara que hay sólo un ser al que se debe el nombre de «Señor», es un impío que divide el reino de Dios e introduce en él la sedición, como si hubiese dos partidos opuestos, como si Dios tuviese delante de sí un rival para hacerle frente.
Incluso si esa gente sirviese a un solo señor, podrían tal vez invocar contra los otros razones bastante fuertes: pero no; les vemos honrar con un culto hiperbólico a ese personaje que recientemente apareció en el mundo, y ellos no piensan que ofenden a Dios al hacerse servidores de su ministro. Puesto que además de a Dios, ellos adoran a su Hijo, se deduce que, según reconocen, es preciso adorar no solamente a un Dios, sino igualmente a sus ministros. Y si os tomáis el trabajo de demostrarles que en modo alguno éste es especialmente Hijo de Dios, más que todos los hombres en general, quienes por Padre tienen a ese Dios, a quien sólo propiamente se debería adorar, no lo admitirán, y querrán adorar al mismo tiempo al jefe de su facción, al que llaman «el Hijo de Dios», no para honrar a Dios con más piedad, sino para engrandecer desmedidamente su personalidad. Para probar que no les atribuyo ninguna idea que les pertenezca, me serviré de sus propias palabras. En el «Diálogo Celeste» hablan en cierto momento en el sentido de los siguientes términos: «Si el Hijo de Dios es más poderoso que su Padre, y si el Hijo del hombre es al mismo tiempo su propio Señor, ¿quién a no ser el Hijo del hombre manda en el Dios que gobierna el mundo? ¿Por qué tanta gente al borde del pozo y por qué no desciende allí nadie? ¿Por qué después de tanto camino recorrido os falta el coraje? -Te engañas, tengo corazón y una espada». ¿No se ve plenamente aquí el fondo de su pensamiento? Hacen del Dios celeste una persona distinta, padre del que concuerdan en ponerse a adorar, y a continuación, cobijados bajo el nombre del gran Dios, está su jefe, el Hijo del hombre, el único al que adoran, atribuyéndole la supremacía y soberanía sobre el Dios que todo lo gobierna. De ahí que les parezca que no sea preciso servir a dos señores, a fin de que su facción sea más favorable a su maestro. La aversión de los cristianos a los templos, las estatuas y los altares es como el signo y la señal de reunión, misteriosa y secreta, que entre sí intercambian. Su rechazo a participar en las ceremonias públicas se asienta en la misma concepción errada de la divinidad. A pesar de la diversidad de nombres que se le da y de la variedad de ceremonias con las que se procura rendirle homenaje, Dios es el Dios común a todos los hombres; es bueno, sin necesidades, incapaz de envidia. ¿Qué impide pues que los que le son más devotos tomen parte en las fiestas públicas, se sirvan las carnes consagradas y que participen en los banquetes en honra de los ídolos, sí esos ídolos nada son; qué mal hay en sentarse con toda la gente en el festín sagrado? Mas si son seres divinos, está fuera de duda que pertenecen también a los dioses, y que es necesario confiar en ellos, ofrecerles sacrificios, según las leyes establecidas, dirigirles preces para granjearnos su benevolencia. Si es por respeto a las tradiciones de sus padres por lo que se abstienen de la carne de ciertas víctimas, como de las que hablamos, entonces también deberían abstenerse rigurosamente de todos los animales, como Pitágoras, que creía de ese modo honrar a la vida y a sus órganos. Pero si es, como dicen, para no sentarse a la mesa de los demonios, me pasmo de su sorprendente sabiduría que los hace apercibirse, sólo entonces, de que viven de la mesa de los demonios, y sólo recelan de ello cuando tienen ante sus ojos víctimas inmoladas, como si el pan que comen, el vino que beben, los frutos que saborean, el agua con que se sacian, el propio aire que respiran, todas esas cosas no estuviesen cada una de ellas bajo la tutela de ciertos dáimones o demonios, que les están especialmente adscritos y que les es forzoso recibir.
En efecto, el aire y la tierra están llenos de dáimones, ministros y servidores del Gran Dios, encargados de gobernar en su nombre la naturaleza entera y la vida del hombre, capaces de ayudar o de perjudicar. Dos vías se presentan: o es preciso renunciar por completo a vivir y no venir al mundo; o, visto que fuimos echados acá abajo en estas condiciones, dar gracias a los demonios encargados de presidir las cosas de la tierra, ofrecerles preces y primicias, mientras vivamos, a fin de tornárnoslos favorables. En efecto, mientras un simple sátrapa, gobernador, pretor o procurador del rey de Persia o del emperador romano, y hasta aquellos que, en un plano inferior de jerarquía, ejercen los menores oficios y los más ínfimos empleos, tienen la facultad de castigar rigurosamente a los que no les prestan homenaje, ¿será plausible que los demonios, esos sátrapas y ministros del aire y de la tierra, estén desarmados contra quien les ultraja? Los judíos y los cristianos admiten tal como nosotros la existencia de esos ministros del Gran Dios y les presentan homenaje a su manera. Toda la diferencia entre ellos y nosotros reside en los nombres que les conferimos. Si se designan con vocablos bárbaros, se deduce que esos ministros tienen algún poder; nombrarlos en griego o en latín, y entonces cesan de tener poder. Vedme, dice uno de ellos para justificarse, erguido ante una estatua de Zeus, de Apolo, o de cualquiera de vuestros dioses, lanzándoles injurias a la cara o golpeándoles con mi bastón. ¡No os vemos tomar venganza! ¿No ves pobre hombre, que también hay quien insulta a la cara a tu demonio, o incluso no se contenta con injuriarlo? Te proscriben de toda la tierra y de los mares, y tú mismo, que eres como una estatua viva consagrada a tu Dios, eres arrastrado y clavado en una cruz. ¿El demonio, o daimon, o como dices, el Hijo de Dios, se venga acaso más por eso? ¡Tú, tú te burlas e insultas a las estatuas de esos dioses. Pero si hubieses ultrajado a Dionisos o al mismo Hércules cara a cara, no te habría salido sin duda tan bien! Pero a tu Dios lo agarran en persona, lo clavan a la cruz y lo torturan, pero los torturadores jamás sufrieron el menor daño. Y, recíprocamente, desde aquel día, en el transcurso de un largo período de tiempo, jamás se vio que favor alguno premiase a los que acreditasen que ese personaje no era un simple mago, sino el Hijo de Dios. ¿Qué decir de quien lo envió al mundo con instrucciones? ¿El mensajero fue cruelmente castigado y consigo llevó para nada su mensaje, y desde hace mucho tiempo su Padre aún no tomó ninguna venganza? ¿Podrá un padre hasta tal punto ser desnaturalizado? Mas, decís, Jesús quería aquello que sucedió y si sufrió ese exceso de ultrajes, es porque tal era su voluntad. Pero de esos dioses que tú insultas, yo podría decir la misma cosa, y, por esa razón, por la que ellos soportan tus blasfemias. Porque no es preciso ver diferencias donde no las hay. Y al menos vuestros dioses saben por lo menos castigar a sus blasfemadores, obligándolos a esconderse y a perecer si son atrapados. ¿Será necesario, finalmente, recordar acerca de esos dioses todos los oráculos dados por los profetas, por las profetisas y tantos otros personajes, hombres o mujeres divinamente inspirados? ¿Cuántas palabras maravillosas salidas del fondo del santuario? ¿Cuántas cosas no revelaron las inmolaciones y los sacrificios a quienes a ellas recurrieron? ¿Cuántas cosas fueron descubiertas por otros signos milagrosos? ¡Cuántas personas a su vez son favorecidas con apariciones esclarecidas! No hay vida humana donde tal fenómeno no exista. ¡Cuántas ciudades reconstruidas, cuántas ciudades liberadas de la peste o del hambre, gracias a los oráculos! ¡Cuántos por menospreciarlos u olvidarlos perecerán miserablemente! Atendiendo a la voz de los oráculos, ¡cuántas colonias se fundaron, y por obedecer el oráculo, se tornaron florecientes! ¡Cuántos príncipes, cuántos particulares vieron su situación mejorar o empobrecer según el caso que hicieron de los oráculos! ¡Cuántas personas, desoladas por no tener hijos, vieron sus deseos cumplidos! ¡Cuántos pudieron escapar a la cólera de los demonios! ¡Cuántos paralíticos se curaron! E, inversamente, ¡cuántos, por haber violado el respeto debido a los santuarios, fueron inmediatamente castigados! Unos fueron acometidos de demencia seguidamente; otros confesaron por sí mismos sus propios crímenes; unos se suicidaron, otros fueron presa de dolencias incurables. A veces se vio incluso a algunos fulminados por una voz temible salida del fondo del santuario.
Como tú, mi buen amigo, que crees en los castigos eternos, los exégetas, los telestas y los mistagogos de nuestros misterios creen igualmente. De la misma manera que tú amenazas a otros, también otros te amenazan a ti. La cuestión está en saber quién de entre vosotros tiene la razón, es decir, la verdad de su lado. Porque, en lo que toca a vuestros discursos, tú y los otros cristianos, igualmente reivindicáis el derecho a hablar como lo hacéis. Pero, si es preciso recurrir a pruebas, presentan un gran número provenientes de prodigios realizados por diversos demonios y de las respuestas de todo tipo ofrecidas por los oráculos. Es verdad que ninguno de ellos se atreve a déclarar que el hombre, una vez muerto, renacerá entero de sus cenizas. ¿Qué cosa habrá más absurda que vuestro dogma de la resurrección? Esperáis y deseáis que vuestro cuerpo resucite tal como es, como si no tuvieseis nada mejor y más precioso: ¡y en seguida lo exponéis a los suplicios como una cosa vil! Pero tales hombres, apasionados por tales ideas y subyugados también al cuerpo, no merecen que se discuta con ellos este asunto. Son personas groseras e impuras que, contra toda razón, tienen la cabeza enloquecida por sus ideas sectarias. En cuanto a los que creen en la inmortalidad del alma o del principio pensante, cualquiera que sea el nombre que les agrade darle, esencia espiritual, espíritu inteligible, santo y bienaventurado, alma viva, vástago celeste e incorruptible de una naturaleza divina e incorporal, con ésos se puede dialogar, a Dios gracias. Ellos al menos son santos, al confiar en la felicidad futura de quienes hubieran vivido bien, y en el castigo eterno de los malvados: es un dogma que ni ellos ni nadie jamás debe olvidar. Pero, visto que los hombres nacieron con un cuerpo, bien por así exigirlo la economía universal, bien como expiación de sus faltas, bien debido a las pasiones que sobrecargan el alma y la mantienen pegada acá abajo hasta que se haya purificado en el decurso de diversas evoluciones anticipadamente prefijadas; puesto que es necesario, según Empédocles, que durante tres veces diez mil años el alma, cambiando de forma con el devenir del tiempo, ande errante lejos de la morada de los bienaventurados, hay motivos para creer que los hombres están bajo la custodia de ciertos seres superiores, encargados de cuidar de su prisión. Desde ahora sólo tiene dos caminos: o rehusar seguir las ceremonias públicas y rendir homenaje a los que las presiden; visto que renuncian a la toga viril, a casarse, a ser padres, a cumplir las funciones de la vida, que se marchen todos juntos para bien lejos de aquí, sin dejar el menor descendiente, y que la tierra sea expurgada de esta canalla. Y el otro camino es que, si quieren casarse, tener hijos, comer los frutos de la tierra, participar de las cosas de la vida, tanto de sus bienes como de sus males, es necesario que presten las honras debidas a los que están encargados de administrarlo todo. Es necesario que se enfrenten a todos los deberes de la vida, hasta que estén libres de los lazos que les ata a ella: de otro modo serían especialmente ingratos para con esos seres superiores, porque es injusto participar de los bienes de que disponen y no prestarles a cambio ningún homenaje. Todo aquí abajo, hasta las más pequeñas cosas, está confiado a las manos de algún poder. Las creencias de los egipcios así lo testimonian. Según ellos, treinta y seis dáimones, demonios, o dioses del aire, se reparten el cuerpo del hombre en treinta y seis partes. Ellos saben los nombres de esos dioses en la lengua del país. Son: Chnuman, Chachuman, Cnath, Sicath, Bio, Erú, Erebú, Rhamanor, Reianoor y otros, que tienen nombres egipcios. Es invocando a estos dioses como se curan las dolencias de cada una de las partes del cuerpo. ¿Qué os impide entonces prestar un pequeño homenaje a estos dioses y a los otros, si se prefiere la salud a la enfermedad, una vida feliz a una vida miserable, si se prefiere estar a cubierto de cautiverios y suplicios en la medida de lo posible? Es siempre importante no exagerar la realidad. Es precioso cuidado, al entregarnos a esas prácticas, no aproximarnos en exceso, no absorbernos en la preocupación del cuerpo, olvidando o haciendo tabla rasa de cuidados más elevados. En este punto, conviene tal vez dar crédito a los sabios, que nos dicen que la mayor parte de los demonios se complacen en las cosas perecederas, son ávidos de la sangre y el humo de los sacrificios, apegándose a conceptos y placeres semejantes, sin ser capaces de nada mejor que curar cuerpos, predecir el futuro a los hombres y a las ciudades, sin saber o poder hacer nada que sobrepase la vida mortal. Es preciso honrar a esos seres porque es útil. Más y mejor aún es creer que a los demonios nada les falta, de nada necesitan, pero que se alegran con los sentimientos que les testimoniamos. Apeguémonos a este principio: jamás, de ningún modo, es preciso abandonar a Dios, ni de noche, ni de día, ni en público ni en privado. Debemos continuamente, bien con nuestras palabras, bien con nuestras acciones, e incluso cuando ni hablamos ni obramos, mantener nuestra alma dirigida hacia Dios. Puesto esto, ¿qué mal hay en procurar atraer la benevolencia de los que de Dios recibieron su poder, y, en especial, de los reyes y los poderosos de la tierra? Pues no fueron elevados al lugar que ocupan sin la intervención de la voluntad divina. ¡Ah! Sin duda, si se tratase de obligar a un hombre piadoso a cometer alguna acción impía o a pronunciar alguna palabra vergonzosa, él tendría razón para soportar mil torturas a preferir hacerlo; pero tal no es el caso, cuando os mandan celebrar al Sol, o cantar un bello himno en honor a Atenas. Son formas de piedad y no podrá nunca haber en eso demasiada piedad. Admitís a los ángeles; ¿por qué no admitís a los dáimones, demonios, o dioses subalternos? Si los ídolos nada son, ¿qué mal habrá en participar en estas fiestas públicas? Si hay demonios, ministros de Dios todopoderoso, ¿no será preciso que los hombres píos les presten homenaje?
Pareceréis efectivamente tanto más honrar al Gran Dios, cuanto mejor glorificárais a esas divinidades secundarias. Al aplicarse también a todas las cosas, la piedad gana en perfección. Suponed que os ordenen jurar por el jefe del Imperio. No hay ningún mal en hacer tal cosa. Porque es entre sus manos en donde fueron colocadas las cosas de la tierra, y es de él de quien recibís todos los bienes de la existencia. Conviene atenerse a la antigua frase: «Es necesario un solo rey, aquel a quien el hijo del artificioso Saturno confió el cetro». Si procuráis minar este principio, el príncipe os castigará, y razón tendrá; es que si todos los demás hiciesen como vosotros, nada impediría que el emperador se quedase en solitario y abandonado y el mundo entero se tornaría presa de los bárbaros más salvajes y más groseros. No existiría en breve ninguna señal de vuestra hermosa religión, y lo mismo acontecería a la gloria de la verdadera sabiduría entre los hombres. No esperáis, supongo, que los romanos abandonen, para abrazar vuestra fe, sus tradiciones religiosas y civiles, e invoquen a vuestro Dios, el Altísimo o cualquier otro nombre con que lo denomináis, a fin de que desde el cielo combata por ellos, de modo que no tengan necesidad de ninguna otra ayuda. Porque este mismo Dios, según decís, había en otro tiempo prometido las mismas cosas y aún más extraordinarias a sus fieles. Ahora veis qué servicios prestó a los judíos y a vosotros mismos. Aquéllos, en vez del Imperio del mundo, ni siquiera tienen un hogar ni terruño propio. Y, en cuanto a vosotros, si hay aún cristianos errantes y escondidos, procuran aplicarles la pena capital. No se puede tolerar oíros decir: «Si los emperadores que hoy reinan, después de dejarse persuadir por nosotros, corrieran a su propio desastre, seduciremos incluso a sus vencedores. Si éstos cayeran igualmente, nos haremos oír por sus sucesores, hasta que todos se nos hayan entregado y sean igualmente exterminados por los enemigos». Sin duda es lo que no dejaría de suceder, a menos que un poder más esclarecido y más previsor os destruya a todos de arriba abajo, antes de perecer por culpa vuestra. Si fuese posible que todos los pueblos que habitan Europa, Asia y África, tanto griegos como bárbaros, hasta los confines del mundo, fuesen unidos por la comunidad de una misma fe, tal vez una tentativa del estilo de la vuestra tuviese probabilidades de éxito; pero eso es pura quimera, dada la diversidad de las poblaciones y de sus costumbres. Quien pone en su mente semejante designio muestra por eso mismo que es ciego. Apoyad al emperador con todas vuestras fuerzas, compartid con él la defensa del derecho; combatid por él, si lo exigen las circunstancias; ayudadlo en el control de sus ejércitos. Por ello, cesad de hurtaros a los deberes civiles y de impugnar el servicio militar; tomad vuestra parte en las funciones públicas, si fuere preciso, para la salvación de las leyes y de la causa de la piedad.
FIN
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Sin palabras valla ponencia,es prácticamente un verdadero Maestro del conocimiento y pensamiento filosófico de su época no deja duda que la biblioteca de Alejandria hizo un semillero de intelectuales del conocimiento histórico antiguo .
ResponderBorrarComentario totalmente acertado. La civilización griega es fuente innata de conocimiento y sabiduría antigua. Una pena que Occidente haya sucumbido ante el totalitarismo de la religión abrahámica, de lo contrario otra hubiese sido la historia. Por suerte el legado de estos grandes autores sigue presente. Un saludo
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